Nuevo libro: “Razonamiento Judicial en Materia Penal”

Estándar

El Dr. Luis Roberto Rueda, Juez de la Cámara Federal de Córdoba y Director de la Especialización en Derecho Penal Económico de la Universidad Blas Pascal, publicó un nuevo libro titulado Razonamiento Judicial en Materia Penal (Editorial Advocatus). “La obra reúne un conjunto de estudios que reflejan la constante preocupación, evidenciada a lo largo de la dilatada y fructífera carrera investigativa y profesional de Luis Roberto Rueda, en torno de la filosofía del derecho penal”, destaca Prof. Dr. Renato Rabbi-Baldi Cabanillas, autor del prólogo.

Páginas con historia
El autor, con gran experiencia en la publicación de investigaciones, afirma sobre el nuevo ejemplar: “el conjunto de ensayos que integran el volumen fueron escritos entre los años 1998 y 2010 como parte del trabajo desarrollado en el Instituto de Filosofía del Derecho de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, fundado y dirigido hasta su muerte por el Iusfilósofo Olsen A. Ghirardi a cuya memoria hago la dedicatoria en las primeras páginas”. Y agrega: “es menester consultar permanentemente a la historia del pensamiento tanto filosófico como jurídico, al desarrollo de la dogmática penal y al derecho positivo y la jurisprudencia nacionales en un camino de ida y vuelta que memora la conocida reflexión de Arthur Kaufmann: en la filosofía jurídica es el jurista quien pregunta y el filósofo quien contesta. Por ello, un buen filósofo del derecho debe dominar ambas disciplinas, la ciencia del derecho y la filosofía”.

 

Antecedentes profesionales
El Dr. Rueda posee una larga trayectoria de desarrollo profesional y laboral. Es Abogado y Notario. Doctorando en Derecho, Director del Instituto de Derecho Penal, Prof. titular de Derecho Penal y Ética, ex. Prof. Titular de Antropología Filosófica, Universidad Nacional de Córdoba. Además, es Miembro Titular del Instituto de Filosofía del Derecho de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba y Profesor Titular de Ética en la Universidad Blas Pascal.

Seminario Razonamiento Judicial en Materia Penal – Luis Roberto Rueda

Estándar

FUNDAMENTACIÓN:

La complejidad de las relaciones sociales y jurídicas, junto al desarrollo de numerosas disciplinas en múltiples ramas del saber, crean un contexto en el cual los operadores jurídicos precisan más que nunca herramientas para poder resolver conflictos, no sólo aplicando la fría norma al caso concreto, sino también haciendo uso del resto de las herramientas hermenéuticas que la ciencia jurídica nos proporciona.

El autor aborda esta problemática con una metodología teórica práctica, recopilando diversos escritos y artículos producidos en su larga y próspera vida académica, en el libro que acompaña al presente curso y constituye la bibliografía obligatoria de referencia. Asimismo, el Dr. Luis Rueda, a través de las clases multimedia, guía al lector en esta apasionante materia como lo es el razonamiento judicial en material penal, interpretando los capítulos de la obra, profundizando los aspectos centrales, logrando una combinación didáctica muy provechosa para el alumno y lector.

Al finalizar cada módulo, se proporciona una actividad práctica concreta a los fines de evaluar la comprensión del lector y el correcto proceso de enseñanza – aprendizaje.

OBJETIVOS GENERAL:

  • Dar a conocer las diferentes herramientas de la ciencia jurídica para la correcta interpretación y resolución de un caso concreto de materia penal.

  • Promover un manejo avanzado de las herramientas de la lógica jurídica, dentro del nuevo diseño de la casación penal.

OBJETIVOS ESPECÍFICOS:

Que los cursantes:

  • Obtengan conocimientos básicos con respecto de la interpretación lógica de la norma penal y su aplicación en la resolución de casos.

  • Desarrollen habilidades de interpretación de la norma penal desde una postura multidimensional.

  • Incorporen herramientas hermenéuticas y dogmáticas para un correcto proceso de razonamiento en los casos penales.

  • Conozcan la evolución del razonamiento científico jurídico con sus antecedentes históricos relevantes.

  • Sean capaces de comprender y valorar correctamente el discurso jurídico penal.

  • Se interioricen al respecto del método dogmático penal.

  • Adquieran aptitudes para la actividad recursiva penal, específicamente con respecto al recurso de casación.

CONTENIDOS:

  • Módulo 1: Lógica y Sentencia Penal

Crisis del saber. La realidad y el conocimiento. Instrumentos fundamentales. El lenguaje y la realidad. Realidad y conducta humana.

  • Módulo 2: Crisis del Derecho

La realidad procesal en el derecho. La realidad del razonamiento en la sentencia

penal. La realidad real y la realidad procesal. La realidad del juez. La realidad subyacente: positivismo.

  • Módulo 3: Interpretación de la Ley Penal

La ley y la norma penal. Las normas penales. La interpretación y algunas falacias actuales. La interpretación y la teoría tradicional. Presupuestos y operatividad de la interpretación. La dogmática jurídica penal. Actualidad del método dogmático. Interpretación de la ley penal en el nuevo diseño de casación penal. Reseña de la premisa fáctica: caso Casal. El razonamiento judicial. Lo no revisable en el juicio oral.

  • Módulo 4: Discurso Jurídico

La palabra y el discurso de la filosofía y de la ciencia. El discurso de convenciones. Los discursos de las normas.

VIDEO PROMOCION: https://youtu.be/W1ILdVZuD38

MODALIDAD: No Presencial. 100% Online.

ACREDITACIÓN: 100 hs. Reloj

Certificación Privada otorgada por CEJUC

AVALES: Editorial Advocatus

Consultas y preinscripciones: consultas@cejuc.com

Inscripciones: Sede CEJUC. Independencia 129 1er Piso de Lunes a Viernes de 16 a 20 hs.

ON LINE   –   ::: LIBRO INCLUÍDO ::: envío a domicilio.

tapa-rueda-razomjud_en_mat._penal-2015.jpg

Inscripciones: Sede CEJUC. Independencia 129 1er Piso de Lunes a Viernes de 16 a 20 hs.

El hostis (enemigo) actual

Estándar

Uno de los juristas considerados autoridades en la teoría del derecho en el orden internacional, Günter Jakobs, viene afirmando y elaborando una concepción que resulta ser a nuestro entender -a los fines de este ensayola de mayor envergadura dialéctica en este siglo veintiuno, desafiando holgadamente a los otros cuestionamientos innovadores en materia de punibilidad penal. Básica y sucintamente dicho, el llamado derecho penal del enemigo se afirma en la hipótesis de que los autores de determinadas formas de criminalidad no deben ser considerados ciudadanos con la entidad de “personas”, desde que la naturaleza misma de sus acciones no permite sostener tal carácter. Asume así que la dicotomía entre persona y enemigo (hostis 1) tiene correspondencia directa con la realidad: no puede tratarse del mismo modo al terrorista o asesino serial como al que usualmente entendemos que merece la categorización de “delincuente común”.

A los primeros corresponde -según la tesis del jurista alemán- el tratamiento de enemigo aun en los estados democráticos, cuando no animales peligrosos, puesto que resultaría falso sostener en esos supuestos la idea de un sistema penal real, a partir de la hasta ahora pacífica concepción, en más o en menos, de que todos somos iguales en el marco de un derecho penal ideal, a partir de los presupuestos dogmáticos -incluidos los constitucionales- de la relación lógica tradicional entre pena y culpabilidad. Jakobs sostiene que en este orden no hace otra cosa que describir la realidad, donde los Estados adoptan medidas más que rigurosas con los sujetos considerados altamente peligrosos. Subyace en su posición, y la refuerza, el trágico episodio del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos y las regulaciones que, en consecuencia, fueran implementadas en ese como en otros países del mundo, con resultados puntuales, tal como -recordamos- sucediera con los disparos a la cabeza por parte de policías británicos sobre un ciudadano brasilero, tan sólo por parecer un “enemigo” terrorista.

Así se concibe el “Derecho penal del enemigo”. Con él “… el legislador no dialoga con sus ciudadanos, sino que amenaza a sus enemigos, conminando sus delitos con penas draconianas más allá de la idea de proporcionalidad, recortando las garantías procesales y ampliando las posibilidades de sancionar conductas muy alejadas de la lesión del bien jurídico” 2. El panorama es, de este modo -como sostiene el tratadista español-, duro y desolador, pues se trata de “… la imposibilidad de una juridicidad completa, es decir, contradice la equivalencia entre racionalidad y proporcionalidad”, según el propio Jakobs 3. Corresponde advertir al lector, que no hace al propósito de este ensayo describir la propuesta teórica de Jakobs desde el campo específico de la dogmática penal, es decir, ocuparnos de su tesis (expuesta en el Congreso de Berlín de 1999, desde donde provocara sonados rechazos y adhesiones) desde su campo del derecho 4, sino presentarla como un esquema de pensamiento que resulta insoslayable en estos tiempos cuando nos referimos a la dimensión antropológica del hombre dentro del sistema penal, esto es, como sujeto pasivo de una pena o de un castigo por parte del Estado, desde el presupuesto de haber previamente cometido un delito tipificado (definido) como tal como suprema garantía constitucional.

Nuestra preocupación en este orden se justifica claramente porque si la imposición de una pena privativa de la libertad “… es la más grave intervención en la libertad de la persona que el ordenamiento jurídico autoriza al Estado, intervención que se proyecta incluso más allá del tiempo de privación de la libertad, sobre toda la vida posterior del condenado” 5, pensemos qué consecuencias se pueden derivar cuando se trata de la pena de muerte o, mejor aún, cuando la imposición de las penas está en manos de un poder estatal que selecciona quiénes son o no son personas, conforme a un estatuto que previamente los clasifica conforme posean o no tal carácter.

1. El punto de partida antropológico

Con ello vamos anticipando un direccionamiento hacia un derecho punitivo antropológicamente fundado, que se construya sobre un concepto sustancial del Hombre a partir del cual su reconocimiento debe ser irrenunciable para cualquier construcción jurídica y, muy particularmente, para aquellas que interfieran en su integridad personal mediante la sanción penal, y en la misma integridad que lo inserta en la vida en sociedad. Ello así, pues, descartada -en principio- la posibilidad de que el hombre sea un átomo aislado individualmente, necesitante de un pacto o contrato social para la constitución de la comunidad política, conviene replantarse sobre su naturaleza ontológica a partir de los interrogantes que presenta el pensador Gustavo Casas S.J.6: Ellos son, entre otros: “Por qué surge la comunidad política? ¿Cuál es su principio, su causa adecuada? ¿Es porque el hombre es un ser social por naturaleza? ¿O no será que el hombre es esencial y exclusivamente un ente individual que luego decide arbitrariamente (porque no posee ninguna esencia universal capaz de relación con los demás) instituir la comunidad política?”.

Tras estos interrogantes subyacen las insoslayables concepciones filosóficas de Hobbes y de Rousseau -que en su trasfondo antropo-filosófico son las que aquí conciernen-, aun cuando están obviamente en la base misma de sus construcciones políticas y de sus idearios de ese orden. De Hobbes lo que más se suele recordar es el Leviatán y el “estado de naturaleza”; la guerra de todos contra todos y la expresión “homo, homini lupus”’ (repetida hasta el hartazgo en la actualidad para referirse a las diversas tensiones sociales), pero que ilustra su idea del hombre en sociedad. De Rousseau, además de su famoso contrato social, se sabe que imaginaba una naturaleza humana inocente y feliz, en la que el hombre es libre por naturaleza, siendo la sociedad, la ciencia y las artes, las que lo han pervertido 7.

Coincidimos con el filósofo jesuita en que tanto el “pacto” de Hobbes como el “contrato” de Rousseau, implican concepciones individualistas, desde que se está suponiendo que el hombre es un ser completo sin la sociedad, no siendo ésta una exigencia de la naturaleza sino más bien su enemiga. “En consecuencia, definen la sociedad de tal manera que se oponga lo menos posible a los derechos originales del individuo, ya que los individuos, concebidos como seres autónomos y absolutos, son dueños de sus opiniones y de sus actos independientemente de la sociedad (…) Por lo tanto el hombre, pensado como independiente de un orden objetivo, desligado de una finalidad que debe realizar en unión con sus semejantes, cae en una especie de racionalismo abstracto, pretende elucubrar construcciones jurídicas al modo geométrico. Pero se ha olvidado que el derecho no es comparable a las matemáticas. Se ha olvidado que tiene que regular directamente una realidad humana. Aquí se ve la importancia de que la Antropología filosófica fundamente la dimensión social del hombre”.

Más adelante volveré sobre esta concepción y su incumbencia en el momento actual, donde las elaboraciones jurídicas manifiestan una peligrosa tendencia hacia la práctica de la resolución de los problemas sociales con fórmulas de ese orden, sin consultar los efectos que deparan a los destinatarios de ellas cuando no se repara en que establecer -antes de legislar el político, y de razonar las sentencias el juez- de qué hombre estamos hablando.

2. La cuestión a partir de Hobbes

Pero en los comienzos de la teoría política y jurídica moderna con anterioridad al siglo XVIII, y con el ocaso del escolasticismo, la concepción de un derecho natural justificante de los derechos de la persona con la exigencia que el derecho positivo no podía operar en sentido contrario a aquél, se fue eclipsando por la cada vez mayor omnipresencia del Estado. Esta es, precisamente, la impronta de Hobbes, para quien el estado natural -o de naturaleza- consiste en aquella lucha de todos contra todos, lo cual genera miedo en el hombre y lo impulsa a buscar la paz y la seguridad impuesta por la razón 8. Cierto es que Hobbes fue ideólogo del absolutismo político, de modo entonces que su doctrina, si bien de raíces iusnaturalistas racionalistas, a la postre, y por paradoja, terminaba glorificando al derecho positivo del Estado 9.

En el trabajo citado (Las ideas penales en Hobbes), el autor comenta su “seductora teoría de la pena”, y que ocupa el Capítulo XXVIII del Leviatán: “El origen del derecho de punir se deriva del propio contrato social y es, precisamente, una de sus consecuencias más relevantes; por cuanto al comenzar la vida política, el hombre se desprende (explica Hobbes, conforme a la doctrina tradicional en el tema) de su derecho vindicativo, que delega así al Estado la potestad de la sanción, abandonada por los particulares a favor de la autoridad pública” 10.

Preconiza el célebre autor inglés una pena que mire más al futuro que al pasado, procurando más que la venganza la corrección y la intimidación al autor del delito, siendo de este modo precursor, en más o en menos, de las concepciones posteriores 11, aunque, en razón de lo dicho, nos demandaría un esfuerzo intelectual sin resultado cierto el tratar de encontrar un fundamento antropológico integral en el pensamiento hobbesiano.

Contrariamente a como se lo suele entender, Hobbes no considera que el derecho a castigar sea el resultado de una concesión de los ciudadanos (súbditos) al Estado, pues su elaboración es, si se quiere, más ingeniosa. Tras formular su definición de la pena 12, observa: “Antes que yo deduzca alguna cosa de esta definición, precisa contestar a una cuestión de mucha importancia, a saber: por qué puerta penetra el derecho o autoridad de castigar, en cada caso” (la negrita me pertenece), interrogante que constituye, desde entonces, una pregunta capital para la filosofía política y para el derecho penal.

A partir de que no se puede pretender que nadie haya dado a otro ningún derecho para poner violentamente las manos sobre su persona (dicho esto en tanto no creemos que su absolutismo tenga el alcance ideológico que se le suele atribuir 13), para Hobbes “Al instituirse un Estado, cada uno renuncia al derecho de defender a otro, pero no al de defenderse a sí mismo. Él mismo se obliga a asistir a quien tiene la soberanía, cuando castiga a los demás; pero no cuando le castiga a él mismo”.

De este modo, “Pactar esa asistencia al soberano para que éste castigue a otro, a menos que quien pacta tenga un derecho a hacerlo él mismo, no es darle un derecho a castigar. Es, por consiguiente, manifiesto que el derecho que el Estado (es decir, aquél o aquellos que lo representan) tiene para castigar, no está fundado en ninguna concesión o donación de
lo súbditos” 14.

¿Dónde se funda, entonces, el derecho estatal a reprimir?: “Pero ya he demostrado anteriormente que antes de la institución del Estado, cada hombre tiene un derecho a todas las cosas, y a hacer lo que considera necesario para su propia conservación, sojuzgando, dañando o matando a un hombre cualquiera para lograrlo. En esto estriba el fundamento del derecho de castigar que es ejercido en cada Estado. En efecto, los súbditos no dan al soberano ese derecho, sino que, solamente, al despojarse de los suyos, le robustecen para que use su derecho propio como le parezca adecuado para la conservación de todos ellos” (o.c).

Ahora bien: según Bobbio, antes de Hobbes los tratados de filosofía política se apoyaban “monótonamente” sobre dos pilares como una repetición de lo que ya se había dicho en la Política de Aristóteles y en el derecho romano. Pero resulta que “Junto con la autoridad de la historia (…) Hobbes suprime la autoridad de Aristóteles, contra el que toma posición desde las primeras páginas del De Cive, contraponiendo a la hipótesis del hombre naturaliter social, aceptada ciegamente hasta Grocio la hipótesis del homo homini lupus, y no parece percatarse de que haya existido una tradición de derecho público que se remonte al derecho romano, aunque utilice algunos conceptos importantes como el del pacto que fundamenta el poder estatal y el del Estado como persona moral” 15. De ello no se debe seguir, como se suele entender en el apresuramiento del aprendizaje del derecho, que todo lo anterior se agota en Hobbes. Digo “apresuramiento” porque, si bien no es nuestro propósito presentar a “todo”’ el hobbesianismo, tampoco nos podemos permitir parcializarlo por vía de un reduccionismo simplista, tal como sería adherirnos en el común pensar de que Hobbes es igual a Leviatán, cuando en realidad es mucho más que esta formidable y primera formulación de una teoría del Estado.

De igual manera, no debe pensarse que con Hobbes finaliza el iusnaturalismo por aquello de haber “suprimido” la autoridad del Estagirita, pues es otra la situación, y, según se verá, no hay entre hobbesianismo y iusnaturalismo un “corte” que genere abismos insalvables. Hay, por así expresarlo, una formulación distinta de este último.

Lo explicamos siguiendo a Bobbio en tres de sus obras (aun cuando son numerosos sus desarrollos al respecto), donde alude a la concepción iusnaturalista con el alcance que el pensador italiano le arroga al concepto:

a. En lo que se refiere al “problema crucial” del fundamento y naturaleza del Estado: “…a partir de Hobbes se puede hablar perfectamente de un modelo iusnaturalista que es adoptado, si bien con variaciones notables, por lo menos hasta Hegel incluido – excluido, por algunos de los más grandes filósofos políticos de la edad moderna. Si bien en la teoría general del derecho lo que integra a escritores del derecho natural, y permite hablar de una escuela de derecho natural, es, como se ha dicho, el método, sobre todo cuando se le compara con el método de las grandes escuelas jurídicas que la antecedieron y la siguieron, en el derecho público o en la doctrina del Estado, las obras iusnaturalistas, aquellas que sus creadores y los mismos adversarios consideraron como tales, son distinguibles, no sólo por el procedimiento racional, es decir por un método, sino también por un modelo teórico (tan general que es posible llenarlo de los más diversos contenidos), que se remonta a Hobbes y respecto del cual son deudores, más o menos conscientes, Spinoza, Pufendorf, Locke y Rousseau…” 16.

b. Respecto del “modelo iusnaturalista”: “Se puede hablar con una cierta aproximación (y se ha hablado con frecuencia) de un “modelo iusnaturalista” en cuanto al origen y el fundamento del Estado y de la sociedad política (o civil), que desde Hobbes (que es su fundador) llega hasta Hegel, incluyéndolo o no, y que se utiliza, aunque con muchas variaciones en cuanto al contenido, que por otra parte no modifican los elementos estructurales, por parte de los más importantes filósofos políticos de la edad moderna. (Hablo intencionadamente, no de ‘escritores políticos’ en un sentido amplio, sino de ‘filósofos’ políticos, refiriéndome con ello a escritores políticos que se preocupan por la construcción de una teoría racional del Estado deducida de -o en cualquier caso próxima a- una teoría general del hombre y de la sociedad, de Spinoza a Locke, de Pufendorf a Rousseau, de Kant al primer Fichte, y la miríada de kantianos menores que acompañan al final de la escuela de derecho natural)” 17.

c. Asimismo, advierte Bobbio en la Teoría General del Derecho, al tratar “El derecho natural”, que “… no es tarea nuestra explicar un problema tan rico y complejo como el derecho natural. Aquí la corriente del derecho natural la exponemos solo en cuanto existe una tendencia general en sus teóricos a reducir la validez a la justicia. La corriente del derecho natural se la podría definir como el pensamiento jurídico que concibe que la ley, para que sea tal, debe ser conforme a la justicia. Una ley no conforme con ésta, non este lex sed corruptio legis”.

Ahora bien, Bobbio cree poder demostrar con “dos argumentos sacados de la misma doctrina iusnaturalista” que la reducción de la validez a la justicia está, en la doctrina del derecho natural, “más afirmada que aplicada”:

c.c. “(a) es doctrina constante en los iusnaturalistas que los hombres antes de entrar en el estado civil (regido por el derecho positivo) vivieron en el estado de naturaleza, cuya característica fundamental es ser un estado en el cual sólo rigen leyes naturales. Ahora bien, es también doctrina aceptada que el estado de naturaleza es imposible y que es necesario salir de él (para Locke y Hobbes se trata de un cálculo utilitario, para Kant de un deber moral) para fundar el Estado,” y por otra parte:

c.c.c. “(b) es doctrina común de los iusnaturalistas que el derecho positivo no conforme al derecho natural debe ser considerado injusto, pero no obstante esto debe ser obedecido (es la llamada teoría de la obediencia. “¿Pero qué significa precisamente “obedecer”? Significa aceptar cierta norma de conducta como obligatoria, esto es, como existente en un determinado ordenamiento jurídico, y por lo tanto válida” 18. No se agrega algo nuevo si decimos que no hubo “corte” alguno desde Hobbes hasta el racionalismo y el iluminismo penal, particularmente en lo referente a las concepciones de la pena como expresión genuina y objeto del derecho punitivo, lo que hemos ya tratado, en sus líneas centrales hasta Hegel, en El problema de la pena en la filosofía y en el derecho, donde se repasan esas posiciones (evitamos, en consecuencia, reiterarnos en lo allí expuesto, para avanzar en el sentido propuesto para abordar este ensayo).

3. La vocación hobbesiana de los jueces

Es posible que desde esta perspectiva Hobbes haya sido el primer autor de la Edad Moderna que presenta un programa de Derecho Penal en conjunción con el Derecho político 19, y méritos no se le pueden negar, aun cuando sus ideas mostraran limitaciones a partir del siglo siguiente, con las propuestas filosóficas de Rousseau, Kant y Feuerbach.

No obstante, pese a la referida defensa que le concede Welzel al considerar que el autor del Leviatán no defiende al despotismo ni es precedente de las dictaduras modernas (v. supra, nota 13), el hobbesianismo en nuestra disciplina resulta en la actualidad difícil de sostener, no sólo en el derecho punitivo como rama del derecho, sino, también dentro de su involucramiento con las ciencias sociales, sin con ello abonar ciegamente la versión positivista del derecho y del derecho penal y, menos aún, su vigencia en la teoría política. Sucede que un derecho natural concebido de manera acorde con el modelo hobbesiano (es decir, del miedo del hombre respecto de su prójimo, y con un declarado determinismo material que negaba la voluntad libre), no puede fundarse más que en el temor, lo cual le resta, a nuestro entender, legitimidad sustancial y resulta peligrosamente congruente con las ideas autoritarias de todos los tiempos.

Es por ello que -como acotáramos en su momento- “Tácitamente esta ideología sobrevive hasta hoy en el fondo de pronunciamientos judiciales frecuentes entre nosotros, que renuncian a una sana interpretación racional de las leyes enmarcadas en el principio republicano de gobierno invocando una nebulosa ‘seguridad jurídica’. Quizá pueda irse más lejos y afirmar que, separando un tanto el velo de aparente objetividad que cubre cualquier positivismo jurídico, no sea difícil llegar a la conclusión de que todo positivismo es también un jusnaturalismo, sólo desarrollado con lógica férrea por Hobbes, que por pudor ideológico ningún positivista de cierto nivel intelectual se anima a desarrollar en nuestros días, aunque con envidiable ingenuidad lo hagan algunos magistrados penales” 20. Coincidimos con el autor, en tanto alude al modo de razonar que muchas veces invade el raciocinio judicial, en el que se instala, consciente o inconscientemente, la noción del estado de naturaleza y el consiguiente criterio positivista / peligrosista de describir y valorar a los sujetos que delinquen. La inclusión en las sentencias de referencias sobre la marginalidad social, como un aparente dato jurídico (que soslaya muchas veces, su pertenencia al campo sociológico), para expresar la ubicación socio-económica del condenado, se esconde en esos pliegues del razonamiento de los jueces que devienen en hobbesiano su modo de razonar.

El viejo art. 41 de nuestro Código Penal le aporta al juzgador lo que se “tendrá en cuenta” al sentenciar, enunciando (entre otros aspectos no taxativos) tales como “la conducta precedente del sujeto”; “especialmente la miseria o dificultad de ganarse el sustento propio necesario y el de los suyos”; “los demás antecedentes y condiciones personales”, y las circunstancias que “demuestren su mayor o menor peligrosidad” 21.

Creemos que solamente un juez virtuoso, depositario de la suprema virtud de la justicia (Gustav Radbruch), o un magistrado prodigioso al estilo del juez Hércules (Ronald Dworkin), “… que es aquél que hipotéticamente conocería todas las circunstancias de los hechos que enjuicia, todas las normas aplicables, todas las normas de la moral social, todas las circunstancias sociales, políticas, etcétera, y con todo ese perfecto conocimiento sería capaz de hallar una única decisión por definición correcta, la única respuesta correcta para el caso” 22. Esto es, un divorcio judicial consuetudinario entre el discurso oficial vigente (con tradición propia) de nuestro derecho positivo, y la realidad social, en tanto ésta demanda la resolución de un conflicto generado del delito, y repercute sobre las aspiraciones de la sociedad que demanda del Estado su eliminación, muchas veces con la del delincuente mismo, como sucede con las esporádicas y espasmódicas alocuciones en favor de la pena de muerte, y, en menor medida, con otras que, por lo superfluas, no merecen ser anotadas.

Ello así, porque sería una deshonestidad intelectual negar cierta axiología subyacente en los jueces, viciada de hobbesianismo, que emerge cautamente con el ánimo (no explícito) de que los delincuentes “se maten entre ellos” (como “corresponde a quienes no tienen derecho a integrar la sociedad civil, quedándose donde siempre han estado y de donde no debieron salir”, se podría agregar) o que, en su caso, se aplique la pena de muerte extrajudicial a la que refiere Bobbio 24 y a la que, aun en estos tiempos, acuden las policías en Latinoamérica.

Esta concepción subyacente, sin mucho esfuerzo de razón, constata cotidianamente, en la práctica política, legislativa y judicial, que muchos más son los predicados que los contenidos cuando se dispone de los bienes de los hombres 25, razón más que suficiente como para atender la necesidad de fundamentar el castigo estatal consistente en la pena, única y trabajosamente a través de un derecho penal antropológicamente fundado

Primera excavación del Centro de represión clandestino «La Perla»

Estándar

El siguiente documento corresponde a la medida procesal que autorizadba la excavación de la zona conocida como «Lomas del Toro» dentro de la guarnición militar de La Perla, cuya jurisdicción pertenece al tercer cuerpo del ejército comandada por el represor Luciano Benjamín Menéndez.

La medida fue aprobada por el Juez militar teniente coronel Don Timoteo Gordillo en marzo de 1984. Formaron parte de este primer allanamiento del centro clandestino de detención La Perla , el Juez Federal a cargo del juzgado nº 2 de la ciudad de Córdoba, Gustavo Becerra Ferrer, el Secretario en lo Penal por ante el tribunal a su cargo, el Doctor Luis Roberto Rueda, el testigo José Julian Solanille, el general de brigada Pedro Pablo Mansilla, e integrantes de la CONADEP.

Discusiones en torno al Derecho Judicial

Estándar

El título de la obra colectiva que en la ocasión es presentada, en rigor intenta reflejar una temática que ha sido suficientemente atendida en cada uno de los trabajos presentados y claro está, desde las parcelas epistemológicas que cada uno de los autores como tal, profesa. Desde el mismo comienzo del Instituto de Filosofía del Derecho, la cuestión referida con el “hacer” del juez ha sido la materia de preocupación; con el tiempo el “hacer” se fue proyectando en las diferentes maneras en que las cosas son hechas y las también distintas formas en que son presentadas. Así lo ontológico-sustantivo, lo procesal-retórico, lo metodológico-instrumental y lo consecuencial-mediático, entre otras realizaciones; fueron siendo parte de las contribuciones que se muestran en los diez tomos anteriores.

En este caso, los trabajos tampoco escapan a dicho sesgo a tales efectos basta con advertir que el aporte de Luis R. Rueda está otorgando los anclajes desde el primero de los binomios indicados, pues para ello hace un desarrollo explicativo y también aplicativo del derecho penal del enemigo, para con ese marco, ingresar en la búsqueda del asiento antropológico que pueda ser, al final del cuentas, el punto sobre el cual el derecho penal resuelva su objeto de ser, esto es: punir los delitos cometidos. Cuestión que
finalmente no es lograda en su totalidad, pero ha sido mostrado un intento extenuante para ello, a cuyo efecto ha repasado y discutido tesis de filósofos que proporcionan los elementos primarios para dichos temas.

Desde el binomio procesal-retórico se advierten tres aportes de una consistencia indiscutible y que sin duda, habrán de ser materia de no menores consultas por los aspectos prácticos que ellos delatan, en el orden alfabético que corresponde, Jorge A. Barbará, se ocupa de fondear críticamente en el tema nuclear de la responsabilidad civil como es la misma relación de causalidad, proponiendo las entradas al mismo por desfiladeros de una inusitada problematicidad, como es, discutirlo desde una óptica valorativa o descriptiva. La distinción tiene consecuencias importantes para la vida judicial -a veces no advertidas-, y se agrava porque cada vez que los abogados -y jueces- formulan una narrativa acerca de la responsabilidad a los fines de dar sostenimiento a sus tesis, resulta obvio que están ideologizando dicho discurso, puesto que la pretensión, argumentación e interés es una misma línea de acción con las interfaces de
secuencias de labores especulativas e instrumentales.

Por su parte, Raúl E. Fernández hace una nueva contribución que vincula al sentenciante con su dimensión extraterritorial y afectado por el principio de convencionalidad. Su punto de asiento, ha sido la resolución del caso “Rimel” por la C.I.D.H., señalando que en dicho precedente se ha dado una verdadera mutación respecto de los criterios dominantes en la materia específica. En el caso, se ha tensionado el derecho al honor y la libertad de expresión, lo cual lleva al autor, a introducirse en la abierta discusión respecto a la existencia o no, de las categorías jerárquicas de derechos -balancing test formulado ex ante- o si por el contrario, las lecturas deben ser realizadas desde una formulación específica del mencionado método, nombrado como el balancing test ad hoc, en el cual, la ponderación judicial es completa. El autor pondera el modo de razonamiento de la C.I.D.H., a quien le atribuye un sesgo práctico prudencial en la siempre compleja tarea de ponderar en forma justificada sus personales preferencias.

Completa el binomio indicado, María del Pilar Hiruela, quien con una nutrida batería jurisprudencial, particularmente del Tribunal Superior de Justicia de la Provincia de Córdoba, formula una excelente síntesis de los aportes que al razonamiento forense hace la lógica del derecho y en particular, los principios que son comunes a todo pensar. En función de ello, es que ha recordado la afectación que hacen los abogados y jueces a los principios de razón suficiente, autocontradicción e identidad; indicando en dicha sintonía fina, que la mayor importancia que se ha brindado a dichos tópicos ha sido juzgándolos desde la realización judicial, por lo cual y en ello
su absoluto y personal aporte, en mostrar como éstos se entifican en los restantes operadores jurídicos, particularmente en los abogados. A tales efectos, diferencia las etapas del juicio civil y en cada una de ellas, formula una explicación de las diversas maneras en que los principios en cuestión se están realizando y las exigencias legales que a ello orientan.

El trabajo de Patricia E. Messio se orienta en el binomio consecuencial mediático, continuando con aportes anteriores en la misma línea. En la ocasión, indaga sobre los perfiles y proyecciones de la persona social como protagonista de la sociología jurídica; siendo la persona quien actúa teniendo en cuenta las conductas de los demás. Desde ese marco se postulan las relaciones dinámicas que se generan recíprocamente entre la persona, la sociedad y la cultura. Se advierte en la contribución, un destacado interés por señalar los perfiles de influencia que los medios masivos tienen en la generación y dinámica de los procesos participativos.

En lo que corresponde al binomio metodológico-instrumental se ubican los dos trabajos restantes. Así es como Rolando O. Guadagna se introduce al tema del razonamiento forense mostrando las diferencias entre el contexto de descubrimiento y de justificación. Del primero de los indicados derivará la pregunta acerca de la manera o procedimiento de cómo se conocen los hechos, por lo cual se indican diferentes clases de razonamientos que los jueces cumplen, a la sazón: enunciados de inmediación e inferenciales.

Luego se ocupará de explicar la manera en que resulta justificada dicha premisa fáctica, y en tal lugar recordará y explicará la importancia de la fundamentación de las resoluciones y su complemento natural de la argumentación.

Por último y en el mismo binomio, el ensayo que nos pertenece, en el nombrado, se ha intentado hacer una aproximación al reconocimiento de una cierta tipología judicial que a la luz de un conjunto importante de informaciones periodísticas, puede llegar a ser considerado autoritario. A tales efectos, se han brindado los aportes teóricos del problema de la autoridad, se ha indicado el universo de casos utilizados y formulado las tablas métricas, como así también, las conductas que podrían estar señalando un determinado perfil judicial, que se nombra como judicialismo.

III. En síntesis, de la totalidad de los trabajos que han sido presentados, se advierte que la preocupación en todos ellos, sea por los fundamentos antropológicos o por las consecuencias mediáticas que las resoluciones pueden tener, que el centro de atención es la realización del juez y por ello, lo del derecho judicial. Los aportes -porque son sólo eso- aspiran a que
construyamos una sociedad civil y profesional más comprometida, puesto que ella habrá de promover mejores jueces; mas para que ello sea posible es que la labor de la paideia debe ser recíproca y la función y rol del academicismo es por lo tanto insustituible. Aquí entonces, el aporte de la parte que nos corresponde.

Armando S. Andruet (h)
Director

Descarga

La interpretación y la ley penal- Parte 4

Estándar

IV. Presupuestos y operatividad de la interpretación

1. En primer lugar y por lo dicho al comienzo y al fin del apartado precedente, no nos detendremos en la enumeración de los métodos o criterios de interpretación de la ley penal, evitándonos así una enunciación que si bien es generalmente aceptada, dista de ser taxativa y en ocasiones mal denominados sus componentes. Así, conforme al sujeto que la realiza, se distingue entre la mal denominada por los autores interpretación auténtica 66, propia del Poder Legislativo (contextual o posterior ); doctrinal y judicial, siendo esta última, obviamente, la de nuestro interés.

Lo que importa en este espacio, de acuerdo con nuestro objetivo, es efectuar algunas aclaraciones antes que conclusiones nominalmente pertinentes, desde que el método interpretativo (y por lo tanto, el razonamiento) tiene por objeto la determinación de los textos o prescripciones legales aplicables al caso concreto, en cuya solución lo legal debe coincidir con la justicia 67.

Coincidimos con el autor citado en las siguientes anotaciones:
1) Hay dos grandes formas de razonar interpretativamente: a. buscar la solución justa con ayuda de los textos, fundada de alguna manera en lo legal; «se trata de determinar lo que el legislador efectivamente dijo; lo que quiso decir o lo que debió decir»; b. perseguir lo legal independientemente de lo justo: el punto de vista «legalista a ultranza». La primera es su posición y también la nuestra.
2) Asimismo, como el fin es intentar descubrir la intención del legislador, entre los rasgos del razonamiento forense normológico encontramos los siguientes:
a. Semántico: pretende encontrar el significado de los términos utilizados por el legislador.
b. Interpretativo: dado que busca interpretar lo más fielmente posible cuál fue la intención real que guió al legislador cuando dictó la norma aplicable al caso.
c. Regulativo: la interpretación no es libre, desde que no está dejada al arbitrio del juzgador, sino que debe efectuarse sobre la base de las reglas y principios jurídicos vigentes 68.

1.1. En segundo lugar, la pregunta ¿Qué significa interpretar? no puede ser respondida con un concepto, puesto que se encuentra irresuelta la «cuestión conceptual». Esto es así, pues viene precedida -en sus aspectos más relevantes- de la bipolaridad entre el positivismo jurídico y sus antagonistas, a los que Bobbio 69 nombra con el término genérico (y más cercano a nuestro gusto) de realismo jurídico, partiendo de la observación de que en las actividades concernientes al derecho, se diferencian dos momentos: el acto creativo (manifestado en la legislación) y el teórico cognoscitivo (expresado en la ciencia jurídica o jurisprudencia).

En este orden, el profesor de Turín considera que las divergencias comienzan al intentar determinar la naturaleza cognoscitiva de la jurisprudencia. Mientras que para el positivismo jurídico consiste en una tarea estrictamente declarativa o reproductiva de un derecho preexistente, o sea en el conocimiento puramente pasivo y contemplativo de un objeto dado previamente, para los otros consistiría en una actividad creativa o productiva de un derecho nuevo.
Ambas concepciones son conectadas por Bobbio con dos posiciones filosóficas: a una gnoseología de tipo realista, en el sentido filosófico del término, y a una gnoseología anti iuspositivista de tipo idealista. La conexión bobbiana nos resulta de utilidad -más allá de los límites de nuestro trabajo-, toda vez que ayuda a enfocar gran parte de las discrepancias de conceptos en las discusiones del que y del como de la interpretación.

A propósito del lenguaje, cuyo conjunto de signos demanda interpretación, agrega: «La interpretación es una actividad muy compleja que puede ser concebida de formas diferentes. Gira en torno a la relación entre dos términos, el signo y el significado del mismo, y, por tanto, adquiere matices diferentes según se pone el acento sobre uno u otro polo: la interpretación puede estar más vinculada al signo en cuanto tal, de forma que tenderá a que prevalezca éste sobre la cosa significada; o bien, puede prestarse mayor atención a la cosa significada, y por ello tenderá a hacer prevalecer el significado por sobre el puro signo. Se trata, respectivamente, de la
interpretación según la letra y de la interpretación según el espíritu».

Si bien expresáramos más arriba nuestro reparo sobre el método gramatical y su apoyatura exclusivamente lingüística (tanto como la invocación apresurada al espíritu de la ley), la distinción textualizada converge en nuestra premisa sobre «qué ha de ser el que» de la interpretación; en esos términos, nuestra preferencia por la «cosa significada» es la que juzgamos sensata: los signos, al independizarse en demasía de la realidad como la cosa significada, a través de las estructuras jurídico-discursivas, terminan, indefectiblemente, desentendidos de aquella, al punto de que -como ya dijéramos- el mismo modelo lingüístico empleado es el que otorgaría el sentido al objeto
normativo a interpretar.

En definitiva, si dentro de la «teoría de las normas» (tal como se la debate en las últimas décadas), es válido distinguir por una parte, entre formulación de norma (que es una expresión lingüística, también denominada proposición normativa genuina), y por otra la norma (contenido de significado de la expresión), concluiremos en que la interpretación «… es siempre una cuestión lingüística. Para ser exactos, no interpretamos normas sino formulaciones de normas» 70 , lo cual no motiva nuestra adhesión como se tiene dicho.

1.2. En tercer lugar, el discernimiento acerca de la interpretación se hace cada vez más necesario en materia penal, en forma proporcional al incremento de los desencuentros conceptuales entre los juristas en la materia. Algunos juristas, poco anoticiados de que todo interrogante que enfrenta al juez con el derecho y su sentido, incluye también el interrogante sobre la validez integral de todo el sistema jurídico, dada su relación intrínseca con el orden social y ético, para conforman lo justo en el caso concreto.

Sucede a nuestro modo de ver, y sin que de ello se siga una exigencia intelectual, que razonan argumentativamente dando por sabidos un conjunto de problemas que surgen a nuestro entender y en palabras de Hart, de la «… oculta complejidad y vaguedad de la afirmación de que en un determinado país o en un cierto grupo social existe un sistema jurídico» , entendido éste como el conjunto de «… muchos hechos sociales heterogéneos…»71. En el orden práctico de la interpretación, tales falencias cognitivas y conceptuales (no referidas a cuestiones de hecho), en muchos casos responden a defectos de la legislación positiva, y bien podrían ser resueltos por esa vía. El art. 44 C.P. establece: «La pena que correspondería al agente, si hubiese consumado el delito, se disminuirá de un tercio a la mitad», sin mayor especificación sobre a qué grado de la escala penal conminada en abstracto le es aplicable la disminución: el desmesurado camino de tinta vertido en argumentos sobre el particular, parece corroborar lo que
decimos.

Distinta es la situación cuando los desacuerdos conceptuales se muestran amalgamados en una problemática filosófica, ámbito en el que deben ser resueltos. En un trabajo muy reciente encontramos un ejemplo adecuado: se trata del análisis de los conceptos de acción y de hecho y de su importancia frente al problema del concurso de delitos. La hipótesis es la siguiente: un individuo arroja una granada a un grupo de personas y produce la muerte de diez de ellas.

a) Posición de Carlos Nino: En el caso de matar habrá una o varias acciones o hechos de acuerdo con cuantas muertes se produzcan, porque esta acción se identifica por ese resultado.
b) Posición de Eugenio Zaffaroni: El número de resultados no tiene nada que ver con el número de conductas y, por ende, con el número de delitos. Para determinar si hay uno o varios delitos debemos determinar si hay una o varias conductas, lo que no es sencillo, pero para lo cual no nos sirve en absoluto el número de resultados.

Según los autores, esta situación paradójica es producto de nuestro conocimiento y desconocimiento sobre cómo describir una situación, y constituye el punto de partida típico de las investigaciones conceptuales. Sin perjuicio de la duda que nos merece una reconstrucción de toda nuestra estructura teórica sin un previo replanteo filosófico de mayor profundidad, coincidimos en que, en supuestos como el descripto, el camino idóneo para resolver la polémica consiste en modificar nuestros conceptos. Pero ello no será posible, conviene insistir, sin vencer los prejuicios subyacentes y aparentemente superados por los nuevos recursos discursivos disponibles,
evidentemente más abiertos que otrora.

1. Un método posible: la dogmática jurídico penal

1. Sin dar por agotados los enfoques reseñados y los problemas ínsitos en ellos, debe observarse la influencia que en todo este proceso aún irresuelto, ha tenido la necesidad de repensar la dogmática tradicional (no solamente desde su perspectiva penal), dado que el «método dogmático» o «dogmática jurídica» constituye uno de los núcleos problemáticos centrales y acaso el más debatido y complejo de las ciencias penales en la actualidad. Los juristas se extendieron considerablemente en la fundamentación de sus posiciones sobre su denominación, siendo algunas de esas disquisiciones accesorias (v.gr., la dogmática como «escuela» o como «técnica»), por lo cual resulta innecesaria su reseña desde que esas discusiones quedaron atrás hace tiempo, dejando paso a una elaboración doctrinaria epistemológicamente más seria de lo que debe entenderse por «dogmática jurídico-penal» que, bien entendida, poco tiene de las preocupaciones de su fundador histórico, Rudolf von Ihering, inicialmente representante del positivismo jurídico. En la actualidad, hay aspectos más sustanciales para destacar:

a. La dogmática, para la ciencia del derecho penal en general y para la interpretación en particular, es un método (es de naturaleza gnoseológica), y está condicionado por su objeto, siendo éste anterior al conocimiento. Sin embargo, es posible, en tanto método, que la dogmática sea puesta al servicio del positivismo jurídico, supuesto en el cual «seguirá la suerte de su amo» (Zaffaroni).

b. Lo que se llama «metodología jurídica» tiene por objeto la obtención de la premisa mayor: esto es, determinar el contenido de la proposición jurídica para ver qué casos concretos de la vida son subsumibles en ella 73. La interpretación de la ley penal, para su aplicación en el orden de la praxis, reconoce primeramente una operación lógica; a la par de ella, una actividad jurídica (tal es la naturaleza de los conceptos buscados), y posee un carácter sistemático, es decir, que además de tener por presupuesto un legislador racional, «se puede intentar esclarecer el contenido de una norma a partir de su relación con las demás».

c. Este proceso incumbe a dos momentos: la intelección, tendiente a descubrir la voluntad y sentido de la norma a aplicar, y la subsunción, donde prevalecen las reglas lógicas y resulta de aplicación todo lo que se tiene dicho acerca de la Lógica y la sentencia judicial 75. Pero antes de la subsunción, se opera dilucidando el sentido de la premisa mayor, captando su significado conforme con las particularidades del caso.
c.c. En función de ello, corresponde la siguiente salvedad: «Tampoco constituyen ‘reglas interpretativas’ los principios de la lógica, sean de la lógica jurídica tradicional como de la moderna. Ellos son propios del método: la dogmática tiene que usar la lógica, pero esto en modo alguno es cuestión exclusiva de la ciencia penal, sino de cualquier ciencia jurídica».
c.c.c. En consecuencia, los tradicionalmente llamados (desde Savigny) «métodos» de interpretación, son los métodos de las ciencias jurídicas, es decir, que tanto el «gramatical»; «sistemático»; «histórico» o «teleológico», son cuestiones del método. La circunstancia de no poder aquí tratarlos en detalle, no impide observar respecto del método «sistemático», «lógico» o «lógico-sistemático», un aspecto de su gravitación en el derecho penal: «Con la
interpretación lógico-sistemática se puede hacer referencia también a un sistema diferente del Código Penal; se puede hacer referencia a un sistema elaborado por la ciencia. Las categorías de delitos de actividad, de resultado, complejos, permanentes, instantáneos, cualificados por el resultado, de propia mano, etcétera, son categorías elaboradas por la dogmática y que tienen gran valor para resolver problemas de aplicación del derecho penal
(problemas de tentativa, de participación, etc.)» 77.

d. En la metodología jurídica se ha presentado -según Jescheck 78- una famosa polémica acerca de si la interpretación debe atenerse a la voluntad del legislador histórico -teoría subjetiva- o a la voluntad de la ley, es decir, su sentido objetivo actual -teoría objetiva-, que ofrece interés práctico desde que permitiría corregir, por vía exegética, los defectos del texto legal, lo cual según el tratadista alemán «… sólo puede lograrse si se parte de la teoría objetiva…», a la que considera «dominante», pero no es ésta su opción.

En efecto, la carga de subjetivismo encubierto del intérprete, al creer que puede investigar la «voluntad de la ley», «… cae con excesiva facilidad en la tentación a que se refiere la frase humorística de Goethe: ‘sed animados y resueltos en la interpretación, si no extraéis, introducid algo’…», concluyendo en la necesidad de buscar una síntesis entre ambas teorías.

2. La actualidad del «método dogmático»

1. En el milenio que se inicia, el pensamiento en su devenir viene dando cuenta de la existencia de estos núcleos problemáticos los que, si bien no son novedosos en sí mismos, resultan intentos válidos de superación de las controversias tradicionales. Por lo hasta ahora expuesto, el siglo veinte resultó decisivo en esa dirección, particularmente porque si bien la ley penal textualizada, en algún sentido puede ser la misma que la de hace un siglo y medio, no es el caso de las resoluciones judiciales, donde hay también un vasto campo para la interpretación, incluida la incursión del procesalismo penal.

Véanse si no, los empleos interpretativos que por recursiva se efectúa de la nada desdeñable cuestión de la sentencia arbitraria, donde los juristas se muestran esquivos al abordarla desde un costado más profundo, advertidos -como pocos están- de que la arbitrariedad, o bien «existe» como una entidad abstracta de la que participan todas las sentencias, o bien constituye un rótulo «… engañosamente único que la Corte usa para expresar y encubrir su versátil sentimiento de repulsa frente a decisiones que no les caen bien…» 79.

Maurach distingue entre las leyes que, en orden a una tipificación amplia de situaciones de hecho, se formulan intencionalmente de modo abstracto; y los fallos, que, por el contrario, se refieren al caso concreto y a su eventual aplicación a una situación de hecho paralela que se resuelve sólo por vía de la interpretación. En consecuencia, en el caso de las leyes, la regla estará dada por la especialización, mientras que en el supuesto de las normas, por la generalización. Con ello -aclara- se designa simplemente el método de trabajo: desde lo general a lo especial Academia Nacional de Derechtratándose de una ley, y desde lo especial a lo general tratándose de una sentencia. Digamos no obstante, que el autor no confunde la cuestión relativa a la disposición lógica de las premisas a emplear: sólo se propone deslindar dicho método, respecto de la extendida disputa acerca de la interpretación «restrictiva» o «extensiva» de la ley penal: «Las tareas, pero también los límites de la interpretación, son iguales en ambos casos: examinar en concreto la aplicabilidad de un precepto jurídico a un caso nuevo; en abstracto, conferir, con ayuda de tal procedimiento de prueba, un contenido de valor a la regla de derecho» 80.

2. A partir de la consideración de la interpretación del contenido de la norma como etapa previa a la subsunción, desde que implica un proceso de preintelección en el proceso de aprehensión jurídica, han surgido algunas de las cuestiones más esclarecedoras sobre el tema, particularmente en lo referente al rol de la dogmática como un modo de pensar sistemático en relación a los grandes sistemas.

Fue Theodor Viehweg en 1953, al publicar su innovadora Tópica y jurisprudencia, quien introdujo el factor de cambio, y merecería de nuestra parte un tratamiento más extenso. Embistió contra el pensamiento sistemático en el derecho, cuestionando mediante una actualización de la Tópica aristotélica (ahora definida como «técnica del pensamiento problemático»), la llamada lógica de la subsunción, entendida como derivación lógico-deductiva de las soluciones a los casos jurídicos, contenidas en normas jurídicas de contenido más general.

Para Larenz 81, «… en la jurisprudencia no se trata de la realización de principios jurídicos generales que han hallado expresión en las leyes y que han de ser aclarados en su sentido ‘racional’ por medio de la interpretación y ulteriormente desarrollados, sino sólo de la resolución justa, siempre adecuada a la cosa, del caso particular. La jurisprudencia -tal la tesis fundamental de Viehweg- sólo puede satisfacer su peculiar propósito (a saber ‘la pregunta: qué es lo justo aquí y ahora en cada caso’), si procede no ‘deductivo-sistemáticamente’, sino ‘tópicamente’».

Resta decir -dado la oposición que esta posición ha merecido, actualmente representada por Jescheck- que la Tópica no pretende integrarse en el método jurídico, sino que se presenta como una mera técnica, desde que no cumple con las condiciones del método: «… sólo puede llamarse método a un procedimiento que sea comparable por medio de una lógica rigurosa y cree un unívoco nexo de fundamentos, es decir, un sistema deductivo» 82, el cual es, por definición, incompatible con la Tópica. A la vigencia del pensamiento tópico, aún lejos de ser aceptado 83 desde que no podría serlo sin reservas, se le ha reconocido la potencialidad que ofrece como método de interpretación
constitucional, en la medida de que se trata de un método abierto y de carácter argumentativo, «… que no parte de verdades absolutas y que contempla el Derecho como un proceso social siempre inacabado» 84.

3. Conclusión

1. Las percepciones intelectivas del derecho objetivo nos interesan en tanto conducen a interpretar los fenómenos en su conjunto. Se parte de los hechos normológicos que se nos presentan, en la medida que concibamos las formas o modelos empleados como resultantes de la evolución de la sociedad y de las ideas, insertos en un sistema cuyo propio replanteo incluye los problemas a resolver.
1.1. Insistimos en no perder de vista la realidad como punto de partida 85: en ella encontramos conflictos antes que definiciones legales: éstas se encuentran integradas culturalmente a construcciones jurídicas diversas pero con consecuencias sólo advertibles a posteriori en la labor de la interpretación.

2. De la captación integral del modelo jurídico penal visualizado, resultará la óptica del juzgador: allí la interpretación no estará sólo limitada al despliegue de reglas lógicas -ni sujeta a valoraciones- puesto que partiendo de aquéllas, seguirá una operación jurídica en búsqueda de conceptos de igual naturaleza, involucrando en la tarea la concepción del derecho a que se adhiera.
2.2. Será decisivo en ese menester, el apego y coherencia del intérprete con las premisas lógicas y científicas que preceden a la formulación de la teoría de que se trate, de manera congruente con el grado de objetividad (y realismo) eventualmente alcanzado para distinguir, desde su propio modo de pensar, el grado de incumbencia que en él tengan los restantes modelos o estructuras de que se sirve.
2.3. En este proceso efectuamos abstracciones: ellas nos relacionan con el universo normativo integrado por los entes culturales que conforman el derecho. De allí derivamos en el ámbito de lo penal hacia lo considerado punible, donde la estrictez de las definiciones de conceptos todavía encuentra -en el marco constitucional-, el límite formal justificante de nuestro derecho penal liberal, como soporte ideológico de nuestra dogmática metodológica actual.

3. Los conflictos merecedores de nuestra atención no deberán desalojar nuestra preocupación filosófica: la especulación interpretativa será solo la vía (método) por la cual buscaremos las explicaciones justificantes para la interpretación de la ley penal, y por su intermedio, del acontecer real, entendido éste como un sistema ideológico – penal, en función de lo justo en el campo penal. El punto de equilibrio pertenecerá en definitiva al juzgador, en tanto sujeto actuante como criterioso observador de las diversas situaciones de hecho merecedoras de la consideración del derecho a través del multifacético prisma por el que lo interpreta.

Por Dr Rueda


Descarga

La interpretación y la ley penal- Parte 3

Estándar

III. La interpretación y algunas falacias actuales
No obstante, subsistió algo de aquellas concepciones en la mentalidad interpretativa a través delas tendencias vigentes, aunque ninguna posición se mantuviese sólida al punto de no ser digna de
análisis y discusión, excepción hecha de las propuestas por todos proscriptas. A su vez, percibir ese
algo es motivo suficiente para indagar acerca de la postura psicológica del juez en su empeño de
desentrañar el sentido de lo que existe en la realidad, esto es, en la ley que la integra como un hecho
(aunque no científicamente visto, al estilo positivista, ni como pura valoración) del deber ser, con
las distinciones que tenemos expresadas, y que distinguiésemos como la norma y la ley penal.
Pero también sería injusto -y erróneo- afirmar que son una constante en la mentalidad judicial
las inclinaciones filosóficas subyacentes en un sentido determinado, sean éstas iluministas,
positivistas, o hobbesianas, pero más desacertado sería decir que se encuentran desterradas:
incluso el fenecido positivismo naturalista, «… arrastra todavía sedicente presencia en la mente
conservadora de no pocos magistrados…» 56.
Lo cierto es que las cuestiones relativas al modo en que los jueces interpretan las leyes, obliga a
volver sobre lo medular de los problemas de la aprehensión de la norma como objeto cultural, en
función de la realidad y de los interrogantes que dicho procedimiento encierra, dado que la tarea
interpretativa -como tarea de conocimiento que es- incumbe a toda disciplina que intervenga en el
proceso del conocer, no sólo la norma, sino también -particularmente en la articulación de la
sentencia penal- la verdad de los hechos.
De no ser así, dejaríamos paso a métodos más simples y mecánicos para «interpretar» la ley, ya
sea por vía del «método gramatical» (y su apoyatura lingüística); buscando arbitrariamente la
llamada «voluntad del legislador»; o también, por el seductor apelativo al «espíritu de la ley». Sin
abrir por el momento juicio sobre estas denominaciones, digamos, acerca del primer supuesto
(gramatical), que si bien resulta inicialmente necesario, denota la existencia de un camino primario
e ineludible en el menester. Sucede como en Descartes antes de dudar metódicamente: debe
asegurarse el no dudar sobre un orden práctico -y ético- que es previo a todo razonar (en caso
contrario, nunca habría tomado su pluma).
No se descarta que tal practicidad sea generalmente necesaria y útil para aprehender
proposiciones evidentemente sencillas, sobre todo donde el texto gramatical se muestra
naturalmente congruente con el sentido. Por el contrario, debe descartarse este recorrido cuando
constituye un reduccionismo a los senderos del derecho procesal como herramienta de
interpretación, dado que las normas procedimentales, que a veces parecen parafrasear la propia
Constitución, sólo son indiciarias para remitir a la necesidad de la interpretación de otras normas en
que el ritual se funda, como una garantía formal y en relación a determinados supuestos 57.
Por otra parte, si bien sería difícil en la actualidad -como apunta Román Frondizi- «… que
alguien sostenga que el juez es la boca de la ley…» 58 (lo que a modo de elegante aforismo hemos
oído de algunos magistrados), la expresión, que encubre una verdadera falacia, encuentra arraigo
incluso en el discurrir jurisprudencial, posiblemente como repetición de una literatura jurídica
consuetudinariamente aprendida y poco razonada, pero riesgosa en tanto pueda ser asimilada
psicológicamente por el juez, operando como un estamento discursivo superpuesto a la ignorancia o
a la justificación ideológica de lo que se resuelve.
Podría suceder, dentro de esta aproximación, que ello aconteciese a causa de la desatención
hacia los nuevos modelos que progresivamente se van estructurando para la identificación,
interpretación y aplicación de la ley penal. Por caso, como si las circunstancias subjetivas del art.
41, inc. 2º del Código Penal pudiesen interpretarse con la misma axiología de hace sesenta años.
Pero esto sólo en parte es verdad; en realidad, lo que prevalece es la opción por los paradigmas
usuales empleados para la elaboración de las sentencias, en tanto resultan por un lado coherentes
con los discursos legitimados en un determinado tiempo y lugar; y por otro, se suelen tener por
válidos sólo si resultan funcionales ‘científicamente’ a un determinado esquema normativo de
punibilidad.

El esfuerzo intelectual deviene así en inescindible -en una perspectiva futura-, para sacarnos del
problema de la elección metodológica sobre los criterios a emplear: hay un ahorro de tiempo y
esfuerzo -sostiene Guibourg- cuando tomamos conciencia de la cantidad de criterios que participan
en la construcción de los distintos modelos, desde que nos permite emplear otros que se fueron
gestando laboriosamente a lo largo de las generaciones 59.
Coincidimos con el autor en la necesidad de aprehender la realidad mediante el empleo de otros
modelos (evitando la actitud del «que me importa» -sic- o posturas ante lo que desconocemos),
interpretándola a la luz de los ya conocidos que nos interesan, mas no necesariamente adherimos al
entendimiento de que, al relacionarlos con nuestro modo de pensamiento, no comprendemos el
significado del mensaje sino «… luego de filtrarlo en el modelo lingüístico que usamos y con el
sentido que dicho modelo le asigne…» 60.
Ello así, pues si bien el «filtro lingüístico» -y gramatical- es, conforme lo dicho, de capital
importancia práctica en el inicio de esa aprehensión, no nos resulta concluyente que la cuestión del
sentido se encuentre otorgada por el modelo mismo (en el caso, lingüístico puro), a no ser que
partiésemos de una concepción del lenguaje y de la realidad distinta -en su contenido, alcance y
relación-, a la que actualmente poseemos 61.
1. La interpretación y la teoría tradicional
Cuando se habla de ‘interpretación’ de la ley, efectuando consultas a la vasta bibliografía
existente sobre el tema, se advierte que los juristas en materia penal han adoptado la tendencia a
sistematizar los distintos métodos o criterios en esquemas más o menos similares, aun cuando la
cuestión, que tuviera gran importancia en la primera mitad de la centuria pasada, ha perdido entidad
desde esa óptica sistemática.
No obstante, como un criterio de clasificación de las formas de interpretar, hoy se replantea
entre los problemas centrales que aquejan no solamente a la ley penal, sino a la filosofía jurídica y a
la ciencia jurídica en general. Está entre aquellos antiguos y nuevos problemas de que hablamos al
comienzo del presente, y entre ellos, todo lo relativo a la justificación de la normatividad punitiva.
Entre los tratadistas actuales no se observa, como entonces, un énfasis pronunciado vertebrado
con su posición filosófica, más ocupados como están en esos nuevos problemas que,
interdisciplinariamente entendidos, tienen mayor gravitación y urgencia. No era ésta la situación a
comienzos del pasado siglo, cuando se generaron ásperas disputas -cuyos ecos todavía resuenan-,
entre los defensores de la todavía existente manera tradicional de interpretación -y aplicación- de la
ley penal, y quienes hicieron de la cuestión interpretativa el centro de una discusión iusfilosófica.
Así, a la par de la pugna de la escuela «dogmática» -o «técnico jurídica»- y el debilitado
positivismo de los años treinta, Carlos Cossio encaraba una tarea entonces superadora de ambas
posiciones epistemológicas, al propugnar el estudio del delito como «estructura» (en tanto objeto
cultural y según la egología, «conducta viviente»), introduciendo según su expresión, el trasplante
egológico: «Si interpretar es una manera de conocer, esto significa que el problema jurídico de la
interpretación simplemente está modalizando el problema filosófico del conocimiento… Tampoco
puede ignorar (el jurista) que, desde Kant, el problema del conocimiento ocupa un puesto central
en el análisis filosófico; y que muchas cosas muy importantes han sido investigadas por los
filósofos al respecto. Esto quiere decir que el problema de la interpretación se radica, como un
capítulo, en la teoría del conocimiento y que para esclarecerlo de verdad sólo cabe filosofar sobre
él» 62.
La tendencia a hacer de la gnoseológía idealista el eje central de todo el filosofar, de la manera
como dejó Kant afirmado su sistema, es una cuestión pretérita que, en cuanto tal, resulta ajena a
Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba
(República Argentina)
http://www.acader.unc.edu.ar
62
nuestra preocupación, sin desconocer la vigencia latente de la filosofía post kantiana y las vertientes
contemporáneas del neokantismo en general. No obstante, el mérito de Cossio consiste en haber
avanzado sobre la concepción imperante hasta entonces, y según perdura actualmente desde la
teoría tradicional, entendida en lo que aquí importa sobre los siguientes postulados:
a. El derecho penal positivo es un sistema de reglas para resolver los conflictos humanos de
carácter delictivo. El juez actúa en él interpretándolo y aplicándolo.
b. Las nociones de derecho penal positivo y función del juez tienen como consecuencia, para la
solución del caso judicial, la neta distinción entre la norma o ley penal, por un lado, y frente
a ella el conflicto a resolver, cuestión procesal a cargo del juez.
c. Por el contrario, la determinación del pensamiento legal (o norma) que regula el caso,
constituye la tarea de interpretación de la ley penal.
d. La norma supone una triple consideración: la figura de lo punible; una consideración acerca
de la juricidad o antijuricidad de la conducta, y una tercera consideración orientada hacia
las relaciones psicológicas del delincuente con su hecho.
e. En virtud del principio de reserva, constituye una exigencia jurídica y a la vez racional, «…
la urgencia de reconocer que el concepto o figura de lo que es punible debe existir
determinado de alguna manera en la regla que pretenda con propiedad denominarse ley
penal» 63.
f. En consecuencia, la esencia de lo punible no está en la forma de una conducta humana, sino
en su oposición al derecho positivo en su finalidad social. Es decir, lo que prevalece es la
conducta «desde el punto de vista de otros preceptos jurídicos», para determinar si conforme
a las circunstancias del caso, es o no contraria al derecho.
Desde esta concepción se produjo la más enérgica refutación al egologismo: mientras que para
el «tradicionalismo» la norma es el derecho positivo mismo, para Cossio sólo representa un medio
para conocer la conducta humana y, en consecuencia, la significación que pueda tener para el
derecho; esto es, que mientras para los primeros lo correcto es hablar de «interpretación de la ley»,
para los segundos estaba mal planteada la cuestión, puesto que lo que se interpretaba es la conducta
humana mediante la ley o, mejor aún, la conducta humana valorada jurídicamente.
Según Núñez 64, el entendimiento de que lo que se interpreta no es la ley, sino la conducta
humana mediante la ley, es lo que le da el verdadero tono al egologismo, diferenciándolo de las
teorías tradicionales que admiten una interpretación creadora de la ley penal (Mezger), dado que en
éstas las notas distintivas que determinan lo delictivo, deben siempre buscarse en la ley, mientras
que la doctrina atacada, al concebir la conducta humana como estructura, presenta elementos que
no siempre son admitidos en ese sentido por la ley penal.
Creus reconoce en la doctrina de Cossio, el haber recortado limpiamente los límites que la
escuela del derecho libre había dejado indefinidos al propugnar un «voluntarismo informe», en el
que la ley no pasaba de ser una referencia orientadora. No obstante, considera desechable la postura
egológica en cuanto el juez no pueda compatibilizarla con su sentimiento del derecho, ya que la
egología, al asignarle a la ley la tarea de definirle al juez una «valoración jurídica», deviene en un
voluntarismo valorativo que siempre «… está encauzado, estructurado, por la ley» 65.
Si bien esta crítica nos parece atinada, rescatamos del pensamiento egologista la circunstancia
de que fue, por una parte, un factor decisivo para extraer, mediante los elementos en discusión
(v.gr., la absolutez de la «norma jurídica objetiva» y lo relativo a la valorización de la conducta) al
derecho penal del ostracismo epistemológico en que parecía ensimismarse, enfundado en una
iusfilosofía esclerosada, marginada por el positivismo, en nombre del ideario liberal, de un ámbito
de discusión de mayor amplitud, tal como hoy parece tener.
Por otra parte y como consecuencia de lo anterior, valoramos el replanteo de las cuestiones
involucradas, al haber dejado en su desnudez una cuestión central: la forma y el modo que se tenga de interpretar la ley penal (salvadas que estén las premisas normativas fundamentales -discutibles
por separado- tales como el marco de la heteronomía normativo/constitucional) variará según se
desenvuelvan las cuestiones relativas a las nuevas concepciones sobre el delito y sobre la pena,
desde que éstas incidirán no sólo sobre la naturaleza del objeto a interpretación, sino también sobre el
método mismo, entendido como justificación del derecho aplicable.

Por Luis Roberto Rueda


Descarga

La interpretación y la ley penal- Parte 2

Estándar

II. Una cuestión previa: la ley y la norma penal

1. Las normas penales

La delimitación de nuestro campo de especulación está dada por la especificidad misma del derecho penal, donde las consecuencias jurídicas del obrar humano no pueden determinarse lógicamente sobre premisas válidas en derecho civil, tales como la reparación del daño causado o la reposición de las cosas al estado anterior a la acción disvaliosa, pues aquellas consecuencias (las penas) tienen, por su carácter eminentemente retributivo a la culpabilidad, otro fundamento, objeto y fin, aunque se las entienda como «normas» penales en sentido general, a aquellas dotadas de un elemento de esa naturaleza, e incluso de castigo (aunque la formalidad del discurso constitucional afirme lo contrario, art. 18, in fine C.N.), que las distinguen a priori del restante orden normativo. Este modo de nombrarlas genéricamente nos es aun de utilidad, en tanto las observemos como un criterio diferenciador más respecto de las restantes ramas del derecho. Pero no satisface decir que las normas del derecho penal se diferencian simplemente porque denotan la presencia de la coerción penal, y que por ella se provee a la seguridad jurídica. Ello constituiría un error, dado que todo el derecho cumple esa función 14.

Además, si constatamos empíricamente la tendencia sancionatoria de nuestras legislaciones no penales en las más diversas materias (contravencional, tributaria, administrativa, aduanera, electoral, etcétera), encontraremos una suerte de «panteísmo punitivo» el cual, a diferencia del proceso legislativo europeo más reciente, avanza a veces torpemente sobre la estructura central del Código Penal (arts. 1º/78 C.P.), en desmedro de su exclusividad punitiva y de los principios supremos que lo legitiman (principio de legalidad y de reserva, arts. 18 y 19 C.N.).

Ahora bien, no es nuestra intención discurrir, a propósito de distinguir acerca de las normas penales, sobre lo que en definitiva vendría a ser la naturaleza misma del derecho penal, sino acerca de su componente principal, la normatividad punitiva, pues en ella encontramos a la ley (o norma) como el objeto principal a interpretar. A su alrededor han subsistido polémicas que resultaría de dudoso interés práctico traer a colación (de hecho, ha habido demasiadas «luchas de escuelas» en el último siglo y medio), salvo aquellas que aún hoy nos alcanzan y sin cuyo abordaje no sería posible apoyarnos, iusfilosóficamente hablando, en el núcleo de nuestro razonamiento.

2. Las normas penales: ser y deber ser

Más adelante veremos con algún detenimiento que la necesidad de la distinción entre la norma y la ley es un producto genuino del pensamiento alemán. Desde entonces, para nombrarlas con precisión, se habla de normas lato sensu como el conjunto de leyes y disposiciones legisferantes, más la norma stricto sensu. El sistema jurídico estará así, constituido por todo el sistema de normas y dispositivos legales que vive en un país: «La norma lato sensu es, filosóficamente, un pensamiento provisto de poder, y no se limita a decir lo que son los objetos, sino lo que deben ser, y en ordenar, bajo una sanción, lo que debe hacerse cuando aquel deber no se cumple» 15.

En consecuencia, dado que todo sistema normativo -prosigue el autor- se basa en realidades consistentes en la cultura de un país y «de un instante», es posible distinguir el estudio de dichas normas como fenómeno en sí y como mundo del deber ser, puesto que la realidad contiene siempre un tipo de proposición predicativa («un cuarto es pequeño»), mientras que el derecho es una proposición normativa («todos los cuartos pequeños deben ser ventilados), normatividad que también incumbe a la ética y a la lógica.

Sobre esta distinción preliminar, Jiménez de Asúa 16, con referencia a los aportes de Husserl en la filosofía y Kelsen en el derecho 17, extrae las conclusiones que sucintamente enunciamos:

a. La normatividad, más que contener una obligación, encierra un valor. Ilustra con el ejemplo del guerrero del famoso fenomenólogo que, como tal, debe ser valiente; por lo tanto, no se le exige arrojo, sino que se presupone que todo buen soldado debe tener valor.
b. De allí deduce que toda la construcción jurídica es disyuntiva: la ley, y en particular la leypenal, complementa esa norma sensu stricto con una disposición que no la reemplaza ni puede hacerla cumplir por medio de la fuerza, sino que la sustituye por otro deber hacer. Continúa con una afirmación que compartimos:
c. «Los viejos penalistas estaban en un tremendo error»: en efecto, debemos rechazar la idea de que el derecho penal pueda tener índole reparadora del orden jurídico, desde que el derecho «no puede obligar a que se dé vida al muerto, ni se restituya honradez al deshonrado, sino que establece una sanción cuando el deber no se ha cumplido».

Discreparemos, no obstante, con la naturaleza de la norma que contiene la sanción, toda vez que según este modo de ver, mediante las normas jurídicas no se reconoce ningún ser real, siendo su objeto una pura relación, partiendo de las relaciones de hechos no predicativas, o relaciones imputativas en términos kelsenianos, y que particularmente la teoría normativa y el positivismo jurídico han sostenido.

En efecto: para Kelsen 18, mientras en las leyes naturales (entendidas como leyes de la ciencia natural) la relación de dos hechos como condición y consecuencia están vinculados entre sí por el principio de causalidad, en las proposiciones jurídicas -«caracterizadas como juicios hipotéticos»- dicha vinculación se realiza «según un principio para el cual la ciencia no ha encontrado hasta ahora ningún nombre que sea universalmente reconocido», proponiendo la teoría pura del derecho el de imputación (Zurechnung)» 19.

Su fundador parte de la comparación de los «órdenes sociales calificados como derecho», y llega a la conclusión de que esos órdenes son, esencialmente, órdenes coactivos que intentan provocar una conducta humana y que, de darse la conducta opuesta (calificada como delito), prescribirá una consecuencia de éste (la sanción).

«Así, pues, la teoría pura del derecho formula el esquema originario de la proposición jurídica de la siguiente manera: si se comete un delito (Unrecht) debe producirse una consecuencia del delito (Unrechtsfolge) (sanción). La consecuencia del delito no es producida de la misma manera que la dilatación del metal por el calor, sino que la consecuencia del delito es imputada al delito».

De este modo resuelve Kelsen -aunque con mayores fundamentos- la distinción entre el principio de causalidad en tanto ley del ser, y el principio de la imputación normativa en tanto ley del deber ser: En la primera, la vinculación de los elementos es independiente de un «acto de voluntad humana o sobrehumana», mientras que en la imputación la vinculación «es creada por un acto de voluntad cuyo sentido es la norma».

Asimismo, debe tenerse presente que la distinción lógica kelseniana entre ser y deber ser, implica la imposibilidad de pasar del ámbito de uno a otro a través de una inferencia lógica, puesto que la «lógica» que cree haber descubierto es la lógica general de las normas (o sea, de las proposiciones deber ser), dirigida a las normas y no a la realidad natural.

Von Wright 20 considera que hay algo irónico en la yuxtaposición de estos dos rasgos: «Kelsen parece, pues, no haberse dado cuenta de las dificultades de reconciliar recíprocamente la distinción entre ser y deber ser, una posición no cognoscitivista y la idea de una lógica de lo normativo», aunque cambió su posición hacia el fin de su vida, en favor de la posibilidad de una «lógica de las normas» o de una «lógica deóntica».

Esta concepción de la norma -y su sentido- lo compele a declarar como un sofisma la pretensión de deducir un deber ser del derecho natural, en tanto manifestación de la voluntad divina, como «… cree encontrar la teoría metafísica del derecho…»: la suya sería, en definitiva, una teoría del derecho positivo, entendida como «una teoría del derecho real y no del derecho ideal, una teoría de la realidad jurídica».

Tal como venimos desarrollando el apartado que nos ocupa, la presente digresión puede no ser útil al objeto del trabajo. Sin embargo, no queremos proseguir sin dejar sentada nuestra discrepancia la cual, in extenso, nos llevaría a una discusión estrictamente filosófica, dado que el tema atañe primeramente a la metafísica, más aún de tener presente el alcance que Kelsen y sus seguidores otorgan a su concepto de normatividad en el plano ético. Digamos simplemente y en referencia a la evidencia que para nosotros poseen los primeros preceptos de la ley natural, en palabras de Massini Correas (en un notable entendimiento de Santo Tomás), lo siguiente: «… son evidentes por sí mismas aquellas verdades que se expresan en proposiciones en las que, no bien es comprendida la significación de sus términos, se hace manifiesta al intelecto su adecuación a lo real, sin necesidad de discurso alguno (…) Expresado de otro modo, el fundamento de la evidencia se encuentra en la realidad, en un cierto estado de cosas que, aprehendido por mediación de los términos de una proposición, se hace patente al intelecto sin necesidad de discurso. Así, por ejemplo, el conocimiento de la realidad humana y de la esencia de la sociedad, hacen evidente al entendimiento de la verdad de la proposición ‘el hombre es un ente social’; pero, reiteramos, no es el simple análisis de los términos, sino el conocimiento acerca del hombre y de la sociedad lo quenos evidencia la verdad de la proposición aludida» 21.

Entre nosotros, Sebastián Soler, quien considera a Kelsen como «un ejemplo de prudencia» 22, al comentar el ejemplo husserliano empleado supra, sostiene: «La proposición normativa no solamente no es una proposición de ser, sino que no encierra en sí una necesidad que vaya más allá del reconocimiento de un determinado valor», rematando el párrafo con un ejemplo muy poco feliz 23. Esta visión del deber ser del derecho era el prolegómeno de problemas que no pudieron resolver en el plano filosófico (o fueron mal resueltos), aunque les aportaran argumentos en la elaboración de las instituciones propias de la dogmática penal, lanzados como estaban a la construcción de una teoría del delito, que necesariamente tenía que encerrar una idea de unidad del orden jurídico.

Entre las especulaciones más recientes, es lo que sucede con la problemática de la antijuricidad en materia penal, que tantas atribulaciones apareja a los jueces al interpretar la ley aplicable en los casos complejos, donde el texto no muestra palmariamente la contradicción entre un hacer y el deber ser que lo prohibe, y que fuera desarrollada por la doctrina alemana a lo largo del siglo veinte y conocida por los sudamericanos bien avanzado éste, especialmente a través de las traducciones de Liszt y Mezger 24.

En cuanto a la observación sobre la norma en la dimensión que nos ocupa, es ilustrativo el título del capítulo que citamos en la nota al pie: «Ser – Deber ser. El peldaño valorativo de acceso a la norma», dentro del cual Soler trata de demostrar que la ley natural va -en varios sentidos- en direcciones opuestas a la de la norma.

Distinguía así, quien fuera uno de los máximos expositores de nuestro derecho penal, que mientras la ley natural guarda una dependencia absoluta con los hechos, la norma no depende para su validez de la producción de hechos opuestos pues, por el contrario, el hecho antijurídico opuesto a la norma es la condición presupuestaria para el funcionamiento pleno de aquélla 25.

De allí que afirmaban la «recíproca autonomía» entre los planos del ser y el deber ser, al punto de que «… los principios lógicos deben ser reexaminados a los fines de su aplicación, no solamente en cuanto a las relaciones entre los dos planos, sino a su funcionamiento dentro del puro plano del deber ser».

Aquí encontramos un claro enfrentamiento de posiciones iusfilosóficas -aún latentes en las nuevas formulaciones-, una de cuyas consecuencias es la disputa acerca de la norma. Carrara, al definir al «delito civil» como «la infracción de la ley de Estado, promulgada para proteger la seguridad de los ciudadanos, y que resulta de un acto externo del hombre, positivo o negativo, moralmente imputable y políticamente dañoso», asumió que ese parecer merecería la censura de «una escuela moderna» 26.

De la sustanciosa nota que abajo acotamos -donde se trasluce el iusnaturalismo carrariano- nos interesa destacar algo más sobre su posición filosófica: por una parte, la declarada adhesión a «las verdades que proclama la historia de la filosofía», a la vez que expresa estar «muy lejos de admitir que sólo de la ley humana depende el que una acción sea o no delito». Y por otra parte, su rechazo a la fórmula de Pessina (al que califica de «ilustre» aunque no lo nombra como hegeliano), en el sentido de que el delito es la negación del derecho: «Esta fórmula -concluye- expresa una idea que es intrínseca a la noción de delito…; pero, como definición, es inexacta, porque encierra más de lo definido. También el que se niega a pagar una deuda, niega el derecho».

Esta toma de posición tiene particular importancia porque, después de Carrara, ya nada será igual en las construcciones iusfilosóficas penales posteriores: en el interrogante tan actual de si es necesaria una «vuelta a Carrara», subyace la conciencia de que la negación de su sustento filosófico queda desplazado por la angustia de que, desde entonces, no hubo otro sistema tan abarcativo y totalizador. No extraña entonces, que en esos lineamientos sistémicos, donde prevalece el derecho derivado de una ley suprema de orden, y en el que la razón encuentra en los principios lógicos un instrumento excluyente para la especificación del contenido de los institutos penales -poniendo así límites al legislador- no podía, obviamente, ser compartida por el positivismo iusfilosófico en el terreno penal.

Les resultaba -y resulta- intolerable, desde la definición misma de «delito», el intento de introducir criterios de valoración para «… la ley misma, la cual viene así a quedar sometida a postulados racionales metafísicos, suministrados, mediante deducción lógica, por la suprema ley natural del orden, que emana de Dios. La definición de Carrara es filosófica, no dogmática» 27; en términos de Soler, ello equivale a decir que se trata de una definición no «científica». Sin embargo, justo es señalar que sus agudas críticas a las concepciones crudamente positivistas (naturalistas, antropológico-criminalistas, sociologistas y materialistas), además de su fuerte convicción normativista y del respeto que en otros órdenes por el jurista italiano tiene evidenciado, lo eximen de mayor responsabilidad por lo que a nuestro entender constituye su desacierto filosófico.

2.1. Equivocidad y «ciencia del derecho»

Podrá pensar el lector, si hasta el presente no hemos logrado expresarnos con suficiente claridad, que estamos tratando cuestiones con incumbencia preferentemente terminológica e incluso semántica, no obstante su proyección en la ontología de los sistemas filosóficos involucrados, y acaso le asista razón, de no haber demarcado con mayor precisión el terreno donde razonamos: la ciencia del derecho.

Dentro de ella es donde se abre paso la dogmática penal (término sujeto a interpretaciones, según se verá infra) y los problemas que en su seno se plantean, algunos de los cuales son como patrimonio de un derecho penal armonizado con la concepción que al respecto se tenga, aspecto no siempre tenido en cuenta por los penalistas, propensos a hacer del tratamiento de un instituto en particular una cuestión dogmática, siguiendo la tradición en esta materia, sin la debida consulta al contexto iusfilosófico general, inserto en la filosofía misma. Ello resulta tanto del empleo apresurado de los términos en cuestión, como de su uso consuetudinario y equívoco -particularmente a través del discurso procesal, cada vez más inmiscuido en el penal-, lo cual contribuye a generar confusión. Ello ocurre, por caso, con la referencia a la «lógica» como acompañante natural e indiscutido del razonamiento de forense, sin reparar en los «saltos» existentes entre los diversos planos, incluso cuando no se hallen desprovistos de cierto sentido común.

En la cotidianeidad del lenguaje forense ello acontece, por ejemplo, con los modalizadores empleados, cuando en una argumentación se dice «Lógicamente, lo que venimos expresando es la verdad de lo acontecido…» , etcétera. En el ámbito doctrinario ha sido bastante común esta falta de especificación o de delimitación de los conceptos, aunque en el extremo opuesto su afirmación apodíctica de que sólo existe un derecho merecedor de estudio sistemático y científico, posee todavía su importancia
.
El Positivismo Jurídico se ha movido en la creencia de que el suyo era el único punto de partida verdadera y exclusivamente científico, y de allí los errores en que incurriera posteriormente. No obstante, el innegable rigor metodológico en sus elaboraciones, así como la delimitación que aportaron del derecho penal -aun el positivista-, para su pertenencia al ámbito de lo jurídico, son también óbices para no desmerecer in totum su contribución a las ciencias penales.

Pero a su vez, esta forma «iluminada» como única fuente posible del derecho penal -con fuertes consecuencias en el nuestro- ha afectado también, a lo largo del siglo fenecido, a la totalidad de las ciencias jurídicas, dolencia donde no estuvieron ausentes algunos errores de apreciación. En una serena reflexión, Ghirardi 28, tras señalar la significación que de manera indistinta se suele dar al derecho (ya sea al derecho como objeto, ya a la ciencia como ciencia del derecho, con lo cual «confundimos el objeto con el conocimiento del objeto», sin dejar de advertir que en el fondo de estos desacuerdos late la famosa cuestión del derecho natural), considera que probablemente por el prestigio de Kelsen las disciplinas jurídicas constituyeron a lo largo de la centuria «un mundo aparte», situación calificada como de «insularidad de la ciencia jurídica» por el epistemólogo Jean Piaget.

Se interroga el autor sobre el fundamento de dicha calificación, a lo cual responde: «Pues, simplemente por el hecho de considerar que el ámbito de las ciencias jurídicas está dominado por el problema de las normas y no por el problema de los hechos o de la explicación causal. Desde el punto de vista de los hechos, las relaciones jurídicas y el funcionamiento de la sociedad serían el objeto de la sociología jurídica. De ahí la situación de insularidad de esta ciencia que es la ciencia jurídica, cuyo objeto quedaría reducido exclusivamente a los problemas normativos» 29.

Para Ghirardi 30, de esta manera se está muy lejos de entender al derecho como una modalidad de existir del ser humano en sociedad: para así concebirlo -y tal es también nuestro punto de vistahabrá de superarse el concepto que algunos científicos del derecho sostienen (restringido o insularnormativo), para adherir a quienes, con una concepción mucho más extensa, lo identifican con una modalidad y propiedad de la conducta humana, manifestada en la vida social. De allí que el punto de partida sea la persona humana, y que el derecho no sea un ser, «sino una modalidad de existir el ser humano en sociedad… La ciencia del derecho, pues, es el conocimiento de la modalidad de la conducta humana que denominamos jurídica o antijurídica…», incluyendo el conocimiento de las costumbres con relevancia jurídica; de las normas naturales y su positivización (normas positivas); de los fallos de los jueces, y de todo aquello que se denomina doctrina. Estas observaciones, sumadas a nuestro afán de no caer en una especie de «doble equivocidad» (tanto en la dogmática penal como en la ciencia jurídica en general), avalan nuestro entender acerca de que las discusiones relativas a la naturaleza de la «ley penal»’, trascienden tanto el purismo casi químico a que los positivistas la sometían, como la ambivalencia de los análisis semánticos y lingüísticos actuales. Nuestra opción por el punto de partida antropológico es congruente con ello, e incluso, aceptando la consistencia parcial de inquietudes filosóficas que no son las propias.

1.2. ¿Revalorizar la «teoría de las normas»?

Para incurrir en esa adhesión parcial, creemos tener una buena razón que nos salva a la vez de temer a nuestra ignorancia: la decisiva importancia que tomó la interpretación de la ley penal desde el comienzo del siglo veinte se debió, fundamentalmente, a la obra del positivismo jurídico. Al respecto, si bien hay posiciones más actuales superadoras, en tanto introducen aspectos extralegales (en especial, los antropológicos y culturales) en el estudio de la normatividad penal con una visión más amplia y menos prejuiciosa, concediendo mayor terreno a la cuestión de su interpretación, la solidez y vigencia de algunas formulaciones impiden soslayarlas sin más, desde que su inclusión enriquece el propósito de distinguir entre el ordenamiento jurídico en general y el derecho penal en particular, especialmente en el enfoque desde el cual se emprenderá la labor interpretativa. Para ello volvemos sobre una de sus vertientes, expuesta en la «teoría de las normas» de Karl Binding 31, a quien no pocos titubean antes de ubicarlo en el catálogo de los «positivistas jurídicos», y no solamente por haber sido un firme opositor al «positivismo naturalista». Zaffaroni le atribuye a las palabras del jurista alemán un «contenido premonitorio», a la vez que las considera útiles para fundar serias dudas sobre su posición positivista jurídica, observando que el fenómeno que expone la teoría de las normas, con mayores o menores correcciones, «debe ser reconocido aún en la actualidad con un alto grado de vigencia científica» 32.

Pues bien, no es cuestión controvertida que en lo textual de toda disposición penal se encuentren dos partes: el precepto (descripción de un modo de conducta) y la sanción (la pena o consecuencia que esa conducta trae aparejada). «La corriente opinión consideraba -sostiene Solerque la acción del hombre consistía en violar o transgredir ese precepto. Según Binding, la impropiedad de tal idea es palmaria, y para advertirlo basta atender a la manera en que esos preceptos se expresan» 33.

En efecto, para Binding la norma penal contiene sólo implícitamente una prohibición, pues lo específico de ellas es describir la conducta que, precisamente, el delincuente cumple; es decir, que no «viola» la ley penal, sino que se adecua a ella. Sostiene así que el delito choca contra normas definidas como «prohibiciones o mandatos de acción», pero no contra la ley penal. «Normas» son, por caso, «no robarás», pero no pertenecen a la ley penal: esta sólo dice, por ejemplo, que se aplicará la pena de prisión al que «… se apoderare ilegítimamente…» (art. 164 C.P.).

Así, si se pena el robo, deducimos de la ley penal (o más propiamente, de los «tipos» legales) que existe la prohibición de robar, pero ni la prohibición ni el mandato están en la ley, porque «La ley que el delincuente transgrede, conceptual y siempre también temporalmente, precede a la ley que dispone la clase y modo de juzgamiento» 34. No hace entonces a la esencia de la norma la conminación legal, puesto que conforme con su concepción era un precepto «inmotivado»: la situación es distinta cuando se trata de la ley, pues, según su conocido aforismo, la ley sin pena es una campana sin badajo. Pero las normas, por la circunstancia de estar fuera de la ley penal, no pierden su naturaleza jurídica, pues se trata de mandatos de derecho que no están conminados con amenaza de pena. No hay, así, «normas penales», sino normas jurídicas, y la violación de algunas normas jurídicas se sancionan con pena (Zaffaroni). Binding sostuvo, de este modo, que mientras la norma valora, la ley crea la figura o tipo respectivo. Dicho de otro modo, el Decálogo es un libro de normas: mientras la Norma crea lo antijurídico, la ley crea el delito (Jiménez de Asúa). En consecuencia, ello resultará cuando para especificar el precepto en su total contenido será menester recurrir a otros imperativos y, también, a leyes o dispositivos no penales, pues allí estarán contenidos los mandatos; es decir, para revelar lo que en definitiva el derecho quiere 35. Además, creemos de capital importancia la distinción que venimos tratando, dada la disparidad de criterios que se han utilizado para significar lo que con «Norma» se quiere decir, y la implicancia que ello tiene en las nuevas formulaciones que imperan sobre el sistema penal y la normatividad intrínseca a éste.

Adelantándonos a la opinión en contrario del profesor de Viena -v. infra-, observemos que la circunstancia de existir imperativos derivados de la cultura o de la ética, como condicionantes de la ley penal en el sentido expuesto, no representan problemas meramente teóricos ajenos a la dogmática, cuando se trata de reglas del ordenamiento jurídico general, necesarias para explicar la regulación de ciertos permisos para la ofensa a determinados bienes jurídicos, como sucede, por ejemplo, con las causales de justificación (art. 34 C.P.), cuyos «… fundamentos filosóficos y jurídicos sin embargo -según Alfredo Orgaz-, han sido objeto de un examen confuso, por la diversidad de criterios que se han enunciado» 36. Incluso Franz von Liszt, célebre antagonista de Binding, mantuvo a través de la disquisición entre antijuricidad material y formal, la distinción entre ley y norma. Pero fue Max Ernesto Mayer quien, sobre la concepción bindingiana, elaboró la teoría de las normas de derecho y de las normas de cultura, entendidas no como un concepto metajurídico, pero sí superlegal 37: «Así, la ley no es todo el derecho; no es el derecho a secas, sino que las normas lo constituyen también» 38.

Aun tomando la afirmación con cautela, advertimos los aires de cambio que se iniciaban en la concepción de aquello que será el objeto de valoración del raciocinio judicial, en las operaciones dirigidas a interpretar el derecho aplicable: el problema deja de radicar en su derrotero, en una exclusiva cuestión de «técnica jurídica», como pretendía la escuela italiana así nombrada, representada por Arturo Rocco y Vicenzo Mancini en los comienzos del siglo XX, cuyo desprecio por los contenidos filosóficos y su apego al régimen fascista les restaron aceptación y seriedad.

En consecuencia, el problema comienza a desplazarse -entre otras cuestiones- del purismo normativo hacia un horizonte de mayor amplitud, más por la necesidad de negar el positivismo neutro de valor, y en defensa del derecho penal liberal de la Ilustración, que por la virtud de fundar posturas iusfilosóficas apoyadas en una realidad distinta de la de la ley misma. Se desvirtuaba el sentido de la valorización de la conducta -en sentido amplio, no como mero nexo entre el autor y su acción- cuando se la vinculaba únicamente a la interpretación integral y unitaria de la voluntad del derecho, puesto que la facticidad de las circunstancias informará a nuestro modo de ver, desde la realidad misma, el contenido del mandato, de lo cual resultará la eventual validez integral de la ley penal de que se trate.

1.3. Refutación del positivismo jurídico «auténtico»

Como actitud contraria a la relacionada, es impostergable aludir a la postura de Kelsen, en su famosa refutación a la teoría de Binding, donde le reprocha el haber hecho de una cuestión de palabras toda una teoría, desde que el deber está tanto en la ley como en la norma, dado que tienen un mismo fin, aunque la ley no lo exprese. Lo que se quebranta mediante el acto ilícito es el estado real «de paz», siendo contrario a la norma cuando es opuesto a su fin.

Así, mientras para Binding la norma es la formulación autónoma del fin del derecho, se le cuestiona que los fines de las leyes no están en ellas sino que pertenecen al mundo de la política, de la sociología o de la filosofía. Según Soler 39, «… del fin del derecho no juzga la dogmática, sino la sociología o la política…», recordando -como otros autores sobre el particular- a Suárez: finis legis non cadit sub legem. Es por ello que la aprehensión de lo ilícito como algo dado y anterior a la ley, no podía menos que merecer el rechazo de Kelsen, para quien el hecho antijurídico se reconoce como tal cuando es el presupuesto para la voluntad del Estado, que es quien impone una consecuencia perjudicial al autor, constituida por la sanción penal: ésta está contenida en la norma primaria (que la contiene y ordena imponerla), distinguiéndola de la norma secundaria (la que contiene el deber jurídico), y su validez reside en el supuesto de que la sanción debe ser evitada.

Esto se muestra congruente con la concepción del Estado kelseniano, dentro del cual resulta impensable tanto distinguir entre una norma con función de prevención, coexistiendo con una ley que lo dota de poder de coacción, como concebir una norma sin sanción: su observancia tendría así que ser impuesta por otra autoridad que ya no sería la específica del Estado, la que, para Kelsen, se define sobre la representación de la sanción y la coacción.

«Y si el derecho fuese idéntico con la norma secundaria; si el orden jurídico consistiese tan sólo en aquellas normas cuyo carácter secundario quedó probado al demostrar que no constituían sino representaciones auxiliares destinadas a lograr una más clara descomposición del hecho condicionante, éste, al constituir precisamente la conducta contraria al contenido de la norma, quedaría suficientemente caracterizado como constitutivo de la antijuricidad. Y entonces este hecho, como negación del derecho, caería fuera de las márgenes del sistema y del conocimiento jurídicos; la antijuricidad no sería un concepto jurídico, porque no sería objeto del conocimiento de las normas de derecho y de sus contenidos» 40.

2.4. Como conclusión del apartado, digamos que las disidencias sobre las normas trascienden holgadamente el debate en un marco teórico-jurídico, proyectándose a la realidad práctica, desde que influyen no sólo sobre cuestiones discutibles dentro del sector penal, tales como las relativas a la estructura de la norma penal -y sus consecuencias-, sino también sobre la concepción que se asuma sobre el rol del Estado en el ejercicio del ius puniendi, y muy particularmente en todo lo relativo a las concepciones de la pena, pues, en coincidencia con Feuerbach, la defensa del Estado respecto del delincuente tiene su contracara en el hecho de que el delincuente debe ser, también, defendido frente al Estado.

En este sentido creemos de interés nuestra especulación, toda vez que sólo evolucionaremos en un Estado de derecho, al afirmar una concepción de penalización de las conductas en base a la idea de retribución, pues así orientada, «… preferirá una teoría como la de los imperativos, basada como esta concepción de la pena, en la libre decisión del autor» 41. No se sigue de lo expuesto que la referencia al positivismo (que intitulamos «auténtico» para acentuar la supremacía kelseniana), agote las variables que presenta, y que para muchos son tantas como autores positivistas podamos nombrar. Pero si algo es indiscutible, es que Kelsen se constituyó en todos los ámbitos de la iusfilosofía y del derecho, como el pensador de mayor gravitación desde esa perspectiva, aun cuando sólo tangencialmente influyera en las construcciones específicamente dogmáticas del derecho penal, tales como la tipicidad o la culpabilidad, situación distinta por lo dicho, respecto de la antijuricidad y la normatividad en general, y todo lo referente al problema de la interpretación que alrededor de ella se generara. Asimismo, se le reconoce el aporte 42, como producto que fuera del «neokantismo de Marburgo», de haber liberado al hombre de la limitación kantiana que impedía conocer la «cosa en sí»: para ellos, la «cosa en sí» no se capta, sino que se crea con el pensamiento, de donde es el método el que crea al objeto y no el objeto el que condiciona el método -tal como lo vemos desde el realismo adecuadamente entendido-.

En virtud de ello se ha dicho, y con razón, que «… El extremo idealismo que subyace en esta posición nos puede llevar hasta un legislador penal totalmente alucinado…» 43, apreciación de la que tomamos debida nota, puesto que uno de los tres tipos de interpretación que, desde el punto de vista del sujeto, los autores unánimemente distinguen es, además de la doctrinal y la judicial, la interpretación auténtica o legislativa.
Con lo dicho damos por respondido a aquel título interrogativo (¿Revalorizar de la «teoría de las normas»?, supra, 2.2.), dejando expuesta nuestra concepción del fundamento de la ley penal a interpretar, asumiendo las críticas que la teoría de Binding ha merecido por sus consecuencias en otros órdenes, pero para nosotros vigente en el contexto que le otorgamos; esto es, la norma entendida como presupuesto natural de la ley penal.

2. La ilustración como punto de partida

En la actualidad, encontramos en el pensamiento continental europeo y entre algunos de nuestros autores nacionales, avances en diversas direcciones, superadores de los problemas tradicionales que ocupaban a la dogmática hasta la segunda mitad del siglo veinte, entre los que se destaca -como una saludable actitud- la aceptación pacífica de que el abordaje del ámbito de la normatividad punitiva y los complejos problemas que presenta, resultan impensables sin un adecuado acercamiento a los grandes sistemas filosóficos y a sus proyecciones actuales.

Estas son más visibles en el derecho penal que en el derecho civil, pues, además de lo dicho al respecto, a éste le ha resultado más sencilla la convivencia con las implicancias ideológicas derivadas de la tradición liberal de nuestro derecho. Por el contrario, el derecho penal se ha visto sujeto a fuertes mutaciones normativas que no se explican por sí mismas (es decir, por la voluntad accidental del legislador), sino por el movimiento de las estructuras políticas en su devenir histórico
y social.

a. Un ejemplo cercano tomado de nuestro acontecer legislativo, lo constituye la dispar gestación de nuestros principales códigos de fondo a partir de 1853. La labor de Vélez Sársfield, aún influida por fuertes polémicas filosóficas europeas, discusiones ideológicas autóctonas y en medio de la tumultuosa vida política de entonces, concluyó en sólo tres lustros en una obra monumental de vigencia incuestionada.

No dejó, según se ha notado recientemente, ninguna situación de hecho sin solución jurídica; y para las no resueltas, señaló un orden excepcional: Los principios de leyes análogas y los principios generales del derecho, dejando como resultado de su cosmovisión una estructura lógica cuya proyección en el tiempo «… pareciera no tener límites, a favor o a pesar de las reformas» 44. Totalmente distinto -y desafortunado- fue el itinerario de nuestra legislación penal, desde el encargo originario de Mitre a Tejedor en 1863 hasta la sanción del vapuleado proyecto del diputado Moreno de 1921, período de reiterados desaciertos e inconsecuencias en los intentos legisferantes que no cesaron con el código vigente desde 1922; se patentizaron y patentizan en las sucesivas reformas y la escasa suerte que se avizora en el futuro inmediato 45, desde que se incurriría, al igual que en innumerables ocasiones con la Parte Especial, en una apresurada metamorfosis de la Parte General del Código Penal argentino. Como una constante entre nosotros, subsiste un cierto platonismo en las aspiraciones intelectuales y políticas que hacen estériles los esfuerzos reformistas, en parte por la falta de realismo, y también por la manifiesta «impotencia para legislar» 46.

b. Pero dentro del desarrollo teórico y científico del derecho penal y las ciencias penales en general, los sistemas filosóficos y sus proyecciones se vieron también comprometidos con los graves interrogantes que se plantearon en el Estado social contemporáneo, fortaleciéndose en medio del debate de superación del «positivismo jurídico formalista», obsesionado por estudiar la estructura del derecho. Se incluyen ahora las discusiones generadas por la crisis del derecho punitivo, y ya no girando exclusivamente sobre teorizaciones normativas, pues, según vemos, el proceso a que aludimos tiene particular incidencia en cuestiones tales como la legitimación y justificación del reproche penal, abordadas desde bases discursivas de mayor complejidad y alcance.

Según Vigo, el nuevo derrotero comienza con las indagaciones de Bobbio y su llamado de atención sobre la nuevas técnicas de control social, centradas no ya en el desalentamiento de ciertas conductas sino en su alentamiento, con lo cual se ponen en crisis las teorías tradicionales del derecho que consideran únicamente la función protectora del derecho mediante su función represiva, y se abre, en consecuencia, «… la alternativa de estudiar esa nueva función promocional que se le asigna al derecho en los tiempos que corren» 47.Es así que a comienzos de los setenta las indagaciones bobbianas apuntaban a distinguir entre el enfoque estructuralista -hasta entonces prevaleciente-, y el enfoque funcionalista, respondiendo el primero al interrogante «de qué se compone el derecho» con prescindencia de cualquier otra preocupación teleológica, y el segundo a la pregunta «para qué sirve el derecho» 48, distinción que nos resulta atractiva pues, en nuestro tiempo, no será posible un entendimiento claro de los problemas sin intentar responder los interrogantes intrínsecos en la segunda interrogación, pues superado el enfoque formalista, ya no podrán en adelante responderse prescindiendo del saber político y moral.

3.1. Asimismo, es preciso destacar que hoy ya no se especula solamente dentro de la ciencia del derecho penal sobre las corrientes y concepciones relativas al delito y a la pena como entes aislados, o como objetos propios y diferenciadores de un campo del derecho que rara vez necesita de los restantes, sino que se razona y se estudia a través de otros vectores, tales como la evolución lógica de las ideas; el rechazo de las nociones negativas del hombre (v.gr., derecho penal de autor o de peligrosidad) y sobre las estructuras racionales dentro de las cuales se consideran las cuestiones relativas al disvalor que encierran conductas reprochables.

El nuevo escenario de discusión se completa con la incorporación irreversible en las indagaciones, de elementos ya no meramente instrumentales, relativos tanto a la incumbencia de la lógica en el razonamiento judicial, como a los nuevos aportes provenientes de otros campos de las ciencias y la filosofía, tales como la sociología jurídica, la ética y de la epistemología social. Nadie sostendría hoy seriamente las fórmulas apodícticas de otrora, con la misma soberbia «ilustrada» del iluminismo. Es elocuente de ella la tajante convicción de Beccaría: «Tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales puede residir en los jueces criminales por la misma razón que no son legisladores (…) En todo ello debe hacerse por el juez un silogismo perfecto. Pondráse como mayor la ley general; por menor la acción, conforme o no con la ley, de que se inferirá por consecuencia la libertad o la pena. Cuando el juez por fuerza o voluntad quiere hacer más de un silogismo, se abre la puerta a la incertidumbre» 49. Digamos en su favor -y en el del propio Montesquieu, otro célebre negador de la interpretación judicial 50-, que la impronta contractualista (garante de los «derechos naturales» del hombre); la necesidad de impedir la aplicación de la ley penal por analogía tanto como la exigencia de la ley previa, como así también el imperativo de limitar los excesos y arbitrariedades judiciales de la época, hacen entendible la convicción del noble milanés, razón que impide tener su posición como una mera referencia histórica, y menos aún comprender la importancia del punto de partida humanista que representó 51, y que encontraría su anclaje más profundo (y sin códigos, acorde al afán de elaborar una teoría pura) en el Programa de Francisco Carrara.

Sucede que Beccaría consideraba que la labor del juez al identificar al delito con relación a una conducta, debía expresar un silogismo perfecto sin consulta alguna al llamado «espíritu de la ley», siempre peligroso y cambiante -tanto como podían serlo los estados de ánimo del juzgador-, razón por la cual la garantía residía en la ley y la desconfianza en el juez, subordinado al príncipe en el Estado absolutista. Diríase que en estos tiempos el resquemor les incumbe a ambos, bajo la apariencia de conflictos que enfrenta el ciudadano, como se verá mas adelante.

3.2. Pero fue Paul J.A. Feuerbach, considerado fundador de la ciencia moderna del derechopenal, quien introdujo la exigencia -contraria a la ilustración- de interpretar la ley en forma científica, concediendo a los jueces esa libertad, entendiendo por ello el trabajo con conceptos y no con casuística, mediante el empleo de una técnica legislativa que garantizase la sujeción del juez a la ley (nullum crimen sine lege). Su «método dogmático» abandonó así el antiguo método exegético, es decir, el estudio de los institutos en forma aislada y sin principios rectores, para ocuparse del derecho penal vigente en un país, interpretado y expuesto conforme con sus propias características 52. Pero lo que interesa destacar de Feuerbach (además de su polémica con Savigny acerca de la codificación, y su declarada posición anti-hobessiana), es que sobre su preocupación antropológica y el punto de unión que buscaba entre la filosofía y el derecho positivo, «… planteó el problema que aún reclama solución y que el positivismo jurídico quiso ignorar pretenciosamente: el hombre frente al derecho» 53.

Es sabido de qué se trató el complejo proceso del iluminismo y la ilustración, ya sea por el enciclopedismo francés o el germano (Aufklärung), y su irrepetible influjo sobre Occidente, dicho ello sin desconocer que para algunos 54 la represión penal de la Ilustración no perseguía fines humanitarios sino utilitaristas, que llevasen, mediante el control social, a una sofisticación del castigo y no quedase ninguna conducta sin regular, apreciación que no parece descabellada, de
recordar que el influjo benthamiano no se proyectó desde el mundo anglosajón sólo sobre América. Se estaba entonces en momentos de profundas transformaciones culturales, políticas y sociales; esto es, en una transición durante la cual no faltó el aporte racionalista de intentar construcciones de una absolutez infinita (particularmente después de Hegel), cuando no el reduccionismo del método científico al análisis obsesivo de la letra de la ley, propio del enciclopedismo codificador y de la antigua exégesis francesa, hasta la absolutización sociológica de la realidad propia del positivismo originario.

De todas maneras, y sin desconocer dicho influjo, éste ocupa con detenimiento a historiadores y politólogos. Digamos que, desde nuestra perspectiva, no se desmerece con el transcurso del tiempo el predicamento de un Montesquieu, por ejemplo, al advertir, como bien se ha señalado, que en materia de interpretación de la ley el juez nunca ha correspondido a ese mecanismo de pura subsunción; es decir, que no ha respondido a «… esa idea rayana en un desempeño nulo; incluso en el más crudo positivismo el juez ha cumplido un papel importante» 55.

Por Luis Roberto Rueda


Descarga

La vigencia de Nimio de Anquín – Parte 7

Estándar

VII. Nimio de Anquín (1896-1979)
Pensaste lo más hondo. Nada más.
¿Qué más incumbe al hombre por ser hombre?
¿Qué después de buscar el quieto nombre
De la Esfera sin siempre ni jamás?
¿Qué, más que la razón de las razones
-razón de ser del astro y de la rosala
razón que ilumina cada cosa
cuando el hombre despoje sus visiones?
Y tal fue, señalado, tu destino,
Tu tiempo, tu vigilia, tu esperanza,
tu labor, tu fatiga, tu templanza,
tu palabra, tu amor, tu camino.
Y así, sin más, tu vida se ha cumplido
como un Enigma pleno de sentido (1979).

La vigencia de Nimio de Anquín – Parte 6

Estándar

VI. ¿Para qué poetas en tiempo miserable?

El 22 de noviembre de 1950, en el salón de grados de la Universidad Nacional de Córdoba, se efectuó un acto académico para entregar al profesor Nimio de Anquín el título de “Doctor honoris causa” que le fuera otorgado por la Universidad de Maguncia. Tras agradecer la distinción y ratificar la prioridad que le concedía a la cultura europea (“De Europa nos ha llegado todo lo que culturalmente tiene valor en nuestra vida”), leyó el Breve comentario al “Wozu Dichter” de Hölderlin 36 (¿Para qué poetas en tiempo miserable?).

El verso había sido comentado por Martín Heidegger, de quien De Anquín toma los “desoladores conceptos”, que expondremos en lo esencial para destacar la fuerza de aquellos en las palabras de De Anquín, a la vez que destacamos lo que nos resulta de interés, particularmente por la inquietud que nos suscita el autor del Hiperión o el Eremita en Grecia 37.

2.1. “El fin del Día de Dios para Hölderlin está encajado entre el nacimiento y el sacrificio de Cristo. Desde entonces se hizo la noche sobre el mundo (…) La vejez del mundo está subrayada por el abandono de Dios, por la “ausencia de Dios” (der Fehl Gottes)”.

2.2. “Sin embargo, la ausencia de Dios experimentada por Hölderlin no niega ni un progreso de la relación cristiana de Dios en los individuos y en la Iglesia, ni subestima esta relación. La ausencia de Dios significa que ningún dios asocia ya en sí de una manera visible al hombre y a las cosas, de tal manera que torne inteligible la historia universal y la presencia del hombre en ella. Peor aún: la ausencia de Dios no solamente significa que los dioses y Dios han huido, sino que el resplandor de la divinidad se ha apagado en la historia universal”.

2.3. “El tiempo de la noche universal es el tiempo miserable de que habla el poeta, tiempo que cada día se tornará más miserable aún. Lo es tanto, que ya ni siquiera puede advertir la ausencia de Dios en cuanto ausencia”.

Cita de Anquín un pasaje de Heidegger de la misma obra, donde comenta las “terribles palabras de Nietzsche: Dios ha muerto”:

2.4. “La frase ‘Dios ha muerto’ significa: el mundo suprasensible carece de fuerza operativa. No otorga vida alguna. La metafísica, es decir para Nietzsche la filosofía occidental entendida como platonismo, ha terminado”. (Agreguemos que, según Heidegger, “La metafísica es, de arriba abajo, platonismo. El mismo Nietzsche caracteriza su filosofía como una vuelta del platonismo. Con la vuelta de la metafísica, realizada ya con Karl Marx, se ha alcanzado la posibilidad más extrema de la filosofía. Esta ha entrado en su estadio final) 38.

2.5. “La frase ‘Dios ha muerto’ -prosigue De Anquín en su corto comentario- contiene la comprobación de que esta nada se extiende en torno a nosotros. Nada, significa aquí ausencia de un mundo suprasensible y necesario”. Según De Anquín, para la cultura occidental Dios ha muerto en la medida de que significa una vivencia o una presencia viva en el alma, “… aunque no ciertamente en cuanto significa un concepto o una formulación habitual y fría”. Esta frialdad del alma enfrente de Dios es el efecto de lo que Hölderlin llamaba ausencia o falta de Dios:

2.6. “… es decir una pérdida de la capacidad natural de advertir la presencia de lo divino o, por lo menos, la ausencia de la conciencia de la ausencia de esa capacidad. Y ciertamente tal pérdida significa una vejez, una esclerosis de la conciencia de la humanidad, un tiempo miserable en que los poetas andan como vagabundos en medio del desprecio de todos; y entonces, ¿para qué poetizar?, ¿para qué crear, para qué engendrar los delicados hijos del espíritu?”.

2.7. “La muerte de Dios que proclamaba Nietzsche es la muerte de la metafísica, es decir de la filosofía. Una cultura en que los problemas metafísicos no tienen repercusión, pertenece de hecho y de derecho a los tiempos miserables de que hablaba Hölderlin”.

2.8. “Todo esto parece una exageración, sobre todo para el fetichismo beato que se engaña con las apariencias de un culto vacío y de un ceremonial puramente externo. Muchas instituciones están edificadas sobre una oquedad tenebrosa y de repente se derrumban o se cuartean inexplicablemente”.

2.9. Surge en un determinado momento una pregunta de alguna manera “fatal” en la historia del pensamiento desde Parménides hasta nuestros días, y que, según De Anquín, “remueve toda la filosofía”. “¿Por qué hay ente y no más bien nada? 39 (…) Naturalmente que es posible una respuesta dialéctica, pero no es ese el problema. La cuestión consiste en preguntarse el porqué de la pregunta”. Lo que sigue aporta una esclarecedora distinción -entre las únicas posibles- para ubicarnos frente a aquel interrogante crucial, latente en el verso de Hölderlin: “Conviene no confundir esta nada con la nada hegeliana. La nada hegeliana se unía en la Aufhebung: la nada y el ente eran superados en la Aufhebung. Pero nuestra nada no es superada por nada, sino que permanece como una presencia, así como permanece el ente. La respuesta a nuestra interrogación nos la da Nietzsche, cuando comprueba que ‘andamos errantes como a través de la nada infinita’. La errancia nuestra a través del páramo de la nada, nos ha hecho ciudadanos de la nada, así como antes el hombre se sabía ente”.(Para García Astrada, al pertenecer la nada a la esencia del Ser, se comprende que ella sea origen de todo ente. Por ello, según Heidegger, la vieja fórmula ex nihilo nihil fit, de la nada nada sale, adquiere un nuevo sentido que modifica el problema mismo del Ser: ex nihilo omne ens qua ens fit, de la nada surge todo ente en cuanto ente 40).

2.10. Podría pensarse, a esta altura de “comentar el comentario” de De Anquín, que el filósofo ha levantado el vuelo del raciocinio al punto de teorizar sobre una cuestión abstracta y sin significación para el hombre concreto, para el hombre individual, pero ello no es así, desde que, de alguna manera que no muchos piensan, la crisis de la filosofía -o su fin constituye también el fin del Hombre, desde que, al cosificarlo, lo degrada en su humanidad. Pero por el contrario: premonitoriamente, hace más de cincuenta años, De Anquín, a propósito de un poeta alemán, vaticinaba uno de los sesgos devastadores de este tiempo presente: “Esta es una época nominalista, de predominio de lo individual. Jamás el hombre ha profundizado como hoy lo individual, nunca el conocimiento dispuso de mayores medios para indagar positivamente la realidad hasta sus entrañas mismas. Por un lado asistimos así a un desarrollo de la investigación y a la multiplicación de los medios técnicos en proporción asombrosa; y a la formación de una conciencia de la nada. ¡Trágico contraste! Mientras el hombre es más poderoso técnicamente, se degrada su conciencia filosófica”.

2.11. Comenzamos así la parte final de nuestro trabajo. Paradójicamente, sólo por una cuestión de método y de tiempo podríamos arrogarle una conclusión, más no por el alcance de las palabras del filósofo: “Ciertamente, Dios no ha muerto, pero el tiempo miserable está en su apogeo (…) Pero sin filosofía no habrá paz, pues sólo ella puede restituir al hombre su dominio sobre las cosas, que ahora lo tienen cautivo en el implacable vórtice de la individualidad (…) No las virtudes, sino los singuladores se han vuelto locos. Locas están las cosas singulares porque no hay freno que las domine. El mundo actual que lo es de la técnica y no de la sabiduría, es así necesariamente el mundo de la anarquía y del azar (…) Pero no somos siervos sino señores de este mundo. Restituyamos la sabiduría en su trono y recuperemos la majestad del hombre sobre las cosas”.

Libro Completo:

Descarga