II. Una cuestión previa: la ley y la norma penal
1. Las normas penales
La delimitación de nuestro campo de especulación está dada por la especificidad misma del derecho penal, donde las consecuencias jurídicas del obrar humano no pueden determinarse lógicamente sobre premisas válidas en derecho civil, tales como la reparación del daño causado o la reposición de las cosas al estado anterior a la acción disvaliosa, pues aquellas consecuencias (las penas) tienen, por su carácter eminentemente retributivo a la culpabilidad, otro fundamento, objeto y fin, aunque se las entienda como «normas» penales en sentido general, a aquellas dotadas de un elemento de esa naturaleza, e incluso de castigo (aunque la formalidad del discurso constitucional afirme lo contrario, art. 18, in fine C.N.), que las distinguen a priori del restante orden normativo. Este modo de nombrarlas genéricamente nos es aun de utilidad, en tanto las observemos como un criterio diferenciador más respecto de las restantes ramas del derecho. Pero no satisface decir que las normas del derecho penal se diferencian simplemente porque denotan la presencia de la coerción penal, y que por ella se provee a la seguridad jurídica. Ello constituiría un error, dado que todo el derecho cumple esa función 14.
Además, si constatamos empíricamente la tendencia sancionatoria de nuestras legislaciones no penales en las más diversas materias (contravencional, tributaria, administrativa, aduanera, electoral, etcétera), encontraremos una suerte de «panteísmo punitivo» el cual, a diferencia del proceso legislativo europeo más reciente, avanza a veces torpemente sobre la estructura central del Código Penal (arts. 1º/78 C.P.), en desmedro de su exclusividad punitiva y de los principios supremos que lo legitiman (principio de legalidad y de reserva, arts. 18 y 19 C.N.).
Ahora bien, no es nuestra intención discurrir, a propósito de distinguir acerca de las normas penales, sobre lo que en definitiva vendría a ser la naturaleza misma del derecho penal, sino acerca de su componente principal, la normatividad punitiva, pues en ella encontramos a la ley (o norma) como el objeto principal a interpretar. A su alrededor han subsistido polémicas que resultaría de dudoso interés práctico traer a colación (de hecho, ha habido demasiadas «luchas de escuelas» en el último siglo y medio), salvo aquellas que aún hoy nos alcanzan y sin cuyo abordaje no sería posible apoyarnos, iusfilosóficamente hablando, en el núcleo de nuestro razonamiento.
2. Las normas penales: ser y deber ser
Más adelante veremos con algún detenimiento que la necesidad de la distinción entre la norma y la ley es un producto genuino del pensamiento alemán. Desde entonces, para nombrarlas con precisión, se habla de normas lato sensu como el conjunto de leyes y disposiciones legisferantes, más la norma stricto sensu. El sistema jurídico estará así, constituido por todo el sistema de normas y dispositivos legales que vive en un país: «La norma lato sensu es, filosóficamente, un pensamiento provisto de poder, y no se limita a decir lo que son los objetos, sino lo que deben ser, y en ordenar, bajo una sanción, lo que debe hacerse cuando aquel deber no se cumple» 15.
En consecuencia, dado que todo sistema normativo -prosigue el autor- se basa en realidades consistentes en la cultura de un país y «de un instante», es posible distinguir el estudio de dichas normas como fenómeno en sí y como mundo del deber ser, puesto que la realidad contiene siempre un tipo de proposición predicativa («un cuarto es pequeño»), mientras que el derecho es una proposición normativa («todos los cuartos pequeños deben ser ventilados), normatividad que también incumbe a la ética y a la lógica.
Sobre esta distinción preliminar, Jiménez de Asúa 16, con referencia a los aportes de Husserl en la filosofía y Kelsen en el derecho 17, extrae las conclusiones que sucintamente enunciamos:
a. La normatividad, más que contener una obligación, encierra un valor. Ilustra con el ejemplo del guerrero del famoso fenomenólogo que, como tal, debe ser valiente; por lo tanto, no se le exige arrojo, sino que se presupone que todo buen soldado debe tener valor.
b. De allí deduce que toda la construcción jurídica es disyuntiva: la ley, y en particular la leypenal, complementa esa norma sensu stricto con una disposición que no la reemplaza ni puede hacerla cumplir por medio de la fuerza, sino que la sustituye por otro deber hacer. Continúa con una afirmación que compartimos:
c. «Los viejos penalistas estaban en un tremendo error»: en efecto, debemos rechazar la idea de que el derecho penal pueda tener índole reparadora del orden jurídico, desde que el derecho «no puede obligar a que se dé vida al muerto, ni se restituya honradez al deshonrado, sino que establece una sanción cuando el deber no se ha cumplido».
Discreparemos, no obstante, con la naturaleza de la norma que contiene la sanción, toda vez que según este modo de ver, mediante las normas jurídicas no se reconoce ningún ser real, siendo su objeto una pura relación, partiendo de las relaciones de hechos no predicativas, o relaciones imputativas en términos kelsenianos, y que particularmente la teoría normativa y el positivismo jurídico han sostenido.
En efecto: para Kelsen 18, mientras en las leyes naturales (entendidas como leyes de la ciencia natural) la relación de dos hechos como condición y consecuencia están vinculados entre sí por el principio de causalidad, en las proposiciones jurídicas -«caracterizadas como juicios hipotéticos»- dicha vinculación se realiza «según un principio para el cual la ciencia no ha encontrado hasta ahora ningún nombre que sea universalmente reconocido», proponiendo la teoría pura del derecho el de imputación (Zurechnung)» 19.
Su fundador parte de la comparación de los «órdenes sociales calificados como derecho», y llega a la conclusión de que esos órdenes son, esencialmente, órdenes coactivos que intentan provocar una conducta humana y que, de darse la conducta opuesta (calificada como delito), prescribirá una consecuencia de éste (la sanción).
«Así, pues, la teoría pura del derecho formula el esquema originario de la proposición jurídica de la siguiente manera: si se comete un delito (Unrecht) debe producirse una consecuencia del delito (Unrechtsfolge) (sanción). La consecuencia del delito no es producida de la misma manera que la dilatación del metal por el calor, sino que la consecuencia del delito es imputada al delito».
De este modo resuelve Kelsen -aunque con mayores fundamentos- la distinción entre el principio de causalidad en tanto ley del ser, y el principio de la imputación normativa en tanto ley del deber ser: En la primera, la vinculación de los elementos es independiente de un «acto de voluntad humana o sobrehumana», mientras que en la imputación la vinculación «es creada por un acto de voluntad cuyo sentido es la norma».
Asimismo, debe tenerse presente que la distinción lógica kelseniana entre ser y deber ser, implica la imposibilidad de pasar del ámbito de uno a otro a través de una inferencia lógica, puesto que la «lógica» que cree haber descubierto es la lógica general de las normas (o sea, de las proposiciones deber ser), dirigida a las normas y no a la realidad natural.
Von Wright 20 considera que hay algo irónico en la yuxtaposición de estos dos rasgos: «Kelsen parece, pues, no haberse dado cuenta de las dificultades de reconciliar recíprocamente la distinción entre ser y deber ser, una posición no cognoscitivista y la idea de una lógica de lo normativo», aunque cambió su posición hacia el fin de su vida, en favor de la posibilidad de una «lógica de las normas» o de una «lógica deóntica».
Esta concepción de la norma -y su sentido- lo compele a declarar como un sofisma la pretensión de deducir un deber ser del derecho natural, en tanto manifestación de la voluntad divina, como «… cree encontrar la teoría metafísica del derecho…»: la suya sería, en definitiva, una teoría del derecho positivo, entendida como «una teoría del derecho real y no del derecho ideal, una teoría de la realidad jurídica».
Tal como venimos desarrollando el apartado que nos ocupa, la presente digresión puede no ser útil al objeto del trabajo. Sin embargo, no queremos proseguir sin dejar sentada nuestra discrepancia la cual, in extenso, nos llevaría a una discusión estrictamente filosófica, dado que el tema atañe primeramente a la metafísica, más aún de tener presente el alcance que Kelsen y sus seguidores otorgan a su concepto de normatividad en el plano ético. Digamos simplemente y en referencia a la evidencia que para nosotros poseen los primeros preceptos de la ley natural, en palabras de Massini Correas (en un notable entendimiento de Santo Tomás), lo siguiente: «… son evidentes por sí mismas aquellas verdades que se expresan en proposiciones en las que, no bien es comprendida la significación de sus términos, se hace manifiesta al intelecto su adecuación a lo real, sin necesidad de discurso alguno (…) Expresado de otro modo, el fundamento de la evidencia se encuentra en la realidad, en un cierto estado de cosas que, aprehendido por mediación de los términos de una proposición, se hace patente al intelecto sin necesidad de discurso. Así, por ejemplo, el conocimiento de la realidad humana y de la esencia de la sociedad, hacen evidente al entendimiento de la verdad de la proposición ‘el hombre es un ente social’; pero, reiteramos, no es el simple análisis de los términos, sino el conocimiento acerca del hombre y de la sociedad lo quenos evidencia la verdad de la proposición aludida» 21.
Entre nosotros, Sebastián Soler, quien considera a Kelsen como «un ejemplo de prudencia» 22, al comentar el ejemplo husserliano empleado supra, sostiene: «La proposición normativa no solamente no es una proposición de ser, sino que no encierra en sí una necesidad que vaya más allá del reconocimiento de un determinado valor», rematando el párrafo con un ejemplo muy poco feliz 23. Esta visión del deber ser del derecho era el prolegómeno de problemas que no pudieron resolver en el plano filosófico (o fueron mal resueltos), aunque les aportaran argumentos en la elaboración de las instituciones propias de la dogmática penal, lanzados como estaban a la construcción de una teoría del delito, que necesariamente tenía que encerrar una idea de unidad del orden jurídico.
Entre las especulaciones más recientes, es lo que sucede con la problemática de la antijuricidad en materia penal, que tantas atribulaciones apareja a los jueces al interpretar la ley aplicable en los casos complejos, donde el texto no muestra palmariamente la contradicción entre un hacer y el deber ser que lo prohibe, y que fuera desarrollada por la doctrina alemana a lo largo del siglo veinte y conocida por los sudamericanos bien avanzado éste, especialmente a través de las traducciones de Liszt y Mezger 24.
En cuanto a la observación sobre la norma en la dimensión que nos ocupa, es ilustrativo el título del capítulo que citamos en la nota al pie: «Ser – Deber ser. El peldaño valorativo de acceso a la norma», dentro del cual Soler trata de demostrar que la ley natural va -en varios sentidos- en direcciones opuestas a la de la norma.
Distinguía así, quien fuera uno de los máximos expositores de nuestro derecho penal, que mientras la ley natural guarda una dependencia absoluta con los hechos, la norma no depende para su validez de la producción de hechos opuestos pues, por el contrario, el hecho antijurídico opuesto a la norma es la condición presupuestaria para el funcionamiento pleno de aquélla 25.
De allí que afirmaban la «recíproca autonomía» entre los planos del ser y el deber ser, al punto de que «… los principios lógicos deben ser reexaminados a los fines de su aplicación, no solamente en cuanto a las relaciones entre los dos planos, sino a su funcionamiento dentro del puro plano del deber ser».
Aquí encontramos un claro enfrentamiento de posiciones iusfilosóficas -aún latentes en las nuevas formulaciones-, una de cuyas consecuencias es la disputa acerca de la norma. Carrara, al definir al «delito civil» como «la infracción de la ley de Estado, promulgada para proteger la seguridad de los ciudadanos, y que resulta de un acto externo del hombre, positivo o negativo, moralmente imputable y políticamente dañoso», asumió que ese parecer merecería la censura de «una escuela moderna» 26.
De la sustanciosa nota que abajo acotamos -donde se trasluce el iusnaturalismo carrariano- nos interesa destacar algo más sobre su posición filosófica: por una parte, la declarada adhesión a «las verdades que proclama la historia de la filosofía», a la vez que expresa estar «muy lejos de admitir que sólo de la ley humana depende el que una acción sea o no delito». Y por otra parte, su rechazo a la fórmula de Pessina (al que califica de «ilustre» aunque no lo nombra como hegeliano), en el sentido de que el delito es la negación del derecho: «Esta fórmula -concluye- expresa una idea que es intrínseca a la noción de delito…; pero, como definición, es inexacta, porque encierra más de lo definido. También el que se niega a pagar una deuda, niega el derecho».
Esta toma de posición tiene particular importancia porque, después de Carrara, ya nada será igual en las construcciones iusfilosóficas penales posteriores: en el interrogante tan actual de si es necesaria una «vuelta a Carrara», subyace la conciencia de que la negación de su sustento filosófico queda desplazado por la angustia de que, desde entonces, no hubo otro sistema tan abarcativo y totalizador. No extraña entonces, que en esos lineamientos sistémicos, donde prevalece el derecho derivado de una ley suprema de orden, y en el que la razón encuentra en los principios lógicos un instrumento excluyente para la especificación del contenido de los institutos penales -poniendo así límites al legislador- no podía, obviamente, ser compartida por el positivismo iusfilosófico en el terreno penal.
Les resultaba -y resulta- intolerable, desde la definición misma de «delito», el intento de introducir criterios de valoración para «… la ley misma, la cual viene así a quedar sometida a postulados racionales metafísicos, suministrados, mediante deducción lógica, por la suprema ley natural del orden, que emana de Dios. La definición de Carrara es filosófica, no dogmática» 27; en términos de Soler, ello equivale a decir que se trata de una definición no «científica». Sin embargo, justo es señalar que sus agudas críticas a las concepciones crudamente positivistas (naturalistas, antropológico-criminalistas, sociologistas y materialistas), además de su fuerte convicción normativista y del respeto que en otros órdenes por el jurista italiano tiene evidenciado, lo eximen de mayor responsabilidad por lo que a nuestro entender constituye su desacierto filosófico.
2.1. Equivocidad y «ciencia del derecho»
Podrá pensar el lector, si hasta el presente no hemos logrado expresarnos con suficiente claridad, que estamos tratando cuestiones con incumbencia preferentemente terminológica e incluso semántica, no obstante su proyección en la ontología de los sistemas filosóficos involucrados, y acaso le asista razón, de no haber demarcado con mayor precisión el terreno donde razonamos: la ciencia del derecho.
Dentro de ella es donde se abre paso la dogmática penal (término sujeto a interpretaciones, según se verá infra) y los problemas que en su seno se plantean, algunos de los cuales son como patrimonio de un derecho penal armonizado con la concepción que al respecto se tenga, aspecto no siempre tenido en cuenta por los penalistas, propensos a hacer del tratamiento de un instituto en particular una cuestión dogmática, siguiendo la tradición en esta materia, sin la debida consulta al contexto iusfilosófico general, inserto en la filosofía misma. Ello resulta tanto del empleo apresurado de los términos en cuestión, como de su uso consuetudinario y equívoco -particularmente a través del discurso procesal, cada vez más inmiscuido en el penal-, lo cual contribuye a generar confusión. Ello ocurre, por caso, con la referencia a la «lógica» como acompañante natural e indiscutido del razonamiento de forense, sin reparar en los «saltos» existentes entre los diversos planos, incluso cuando no se hallen desprovistos de cierto sentido común.
En la cotidianeidad del lenguaje forense ello acontece, por ejemplo, con los modalizadores empleados, cuando en una argumentación se dice «Lógicamente, lo que venimos expresando es la verdad de lo acontecido…» , etcétera. En el ámbito doctrinario ha sido bastante común esta falta de especificación o de delimitación de los conceptos, aunque en el extremo opuesto su afirmación apodíctica de que sólo existe un derecho merecedor de estudio sistemático y científico, posee todavía su importancia
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El Positivismo Jurídico se ha movido en la creencia de que el suyo era el único punto de partida verdadera y exclusivamente científico, y de allí los errores en que incurriera posteriormente. No obstante, el innegable rigor metodológico en sus elaboraciones, así como la delimitación que aportaron del derecho penal -aun el positivista-, para su pertenencia al ámbito de lo jurídico, son también óbices para no desmerecer in totum su contribución a las ciencias penales.
Pero a su vez, esta forma «iluminada» como única fuente posible del derecho penal -con fuertes consecuencias en el nuestro- ha afectado también, a lo largo del siglo fenecido, a la totalidad de las ciencias jurídicas, dolencia donde no estuvieron ausentes algunos errores de apreciación. En una serena reflexión, Ghirardi 28, tras señalar la significación que de manera indistinta se suele dar al derecho (ya sea al derecho como objeto, ya a la ciencia como ciencia del derecho, con lo cual «confundimos el objeto con el conocimiento del objeto», sin dejar de advertir que en el fondo de estos desacuerdos late la famosa cuestión del derecho natural), considera que probablemente por el prestigio de Kelsen las disciplinas jurídicas constituyeron a lo largo de la centuria «un mundo aparte», situación calificada como de «insularidad de la ciencia jurídica» por el epistemólogo Jean Piaget.
Se interroga el autor sobre el fundamento de dicha calificación, a lo cual responde: «Pues, simplemente por el hecho de considerar que el ámbito de las ciencias jurídicas está dominado por el problema de las normas y no por el problema de los hechos o de la explicación causal. Desde el punto de vista de los hechos, las relaciones jurídicas y el funcionamiento de la sociedad serían el objeto de la sociología jurídica. De ahí la situación de insularidad de esta ciencia que es la ciencia jurídica, cuyo objeto quedaría reducido exclusivamente a los problemas normativos» 29.
Para Ghirardi 30, de esta manera se está muy lejos de entender al derecho como una modalidad de existir del ser humano en sociedad: para así concebirlo -y tal es también nuestro punto de vistahabrá de superarse el concepto que algunos científicos del derecho sostienen (restringido o insularnormativo), para adherir a quienes, con una concepción mucho más extensa, lo identifican con una modalidad y propiedad de la conducta humana, manifestada en la vida social. De allí que el punto de partida sea la persona humana, y que el derecho no sea un ser, «sino una modalidad de existir el ser humano en sociedad… La ciencia del derecho, pues, es el conocimiento de la modalidad de la conducta humana que denominamos jurídica o antijurídica…», incluyendo el conocimiento de las costumbres con relevancia jurídica; de las normas naturales y su positivización (normas positivas); de los fallos de los jueces, y de todo aquello que se denomina doctrina. Estas observaciones, sumadas a nuestro afán de no caer en una especie de «doble equivocidad» (tanto en la dogmática penal como en la ciencia jurídica en general), avalan nuestro entender acerca de que las discusiones relativas a la naturaleza de la «ley penal»’, trascienden tanto el purismo casi químico a que los positivistas la sometían, como la ambivalencia de los análisis semánticos y lingüísticos actuales. Nuestra opción por el punto de partida antropológico es congruente con ello, e incluso, aceptando la consistencia parcial de inquietudes filosóficas que no son las propias.
1.2. ¿Revalorizar la «teoría de las normas»?
Para incurrir en esa adhesión parcial, creemos tener una buena razón que nos salva a la vez de temer a nuestra ignorancia: la decisiva importancia que tomó la interpretación de la ley penal desde el comienzo del siglo veinte se debió, fundamentalmente, a la obra del positivismo jurídico. Al respecto, si bien hay posiciones más actuales superadoras, en tanto introducen aspectos extralegales (en especial, los antropológicos y culturales) en el estudio de la normatividad penal con una visión más amplia y menos prejuiciosa, concediendo mayor terreno a la cuestión de su interpretación, la solidez y vigencia de algunas formulaciones impiden soslayarlas sin más, desde que su inclusión enriquece el propósito de distinguir entre el ordenamiento jurídico en general y el derecho penal en particular, especialmente en el enfoque desde el cual se emprenderá la labor interpretativa. Para ello volvemos sobre una de sus vertientes, expuesta en la «teoría de las normas» de Karl Binding 31, a quien no pocos titubean antes de ubicarlo en el catálogo de los «positivistas jurídicos», y no solamente por haber sido un firme opositor al «positivismo naturalista». Zaffaroni le atribuye a las palabras del jurista alemán un «contenido premonitorio», a la vez que las considera útiles para fundar serias dudas sobre su posición positivista jurídica, observando que el fenómeno que expone la teoría de las normas, con mayores o menores correcciones, «debe ser reconocido aún en la actualidad con un alto grado de vigencia científica» 32.
Pues bien, no es cuestión controvertida que en lo textual de toda disposición penal se encuentren dos partes: el precepto (descripción de un modo de conducta) y la sanción (la pena o consecuencia que esa conducta trae aparejada). «La corriente opinión consideraba -sostiene Solerque la acción del hombre consistía en violar o transgredir ese precepto. Según Binding, la impropiedad de tal idea es palmaria, y para advertirlo basta atender a la manera en que esos preceptos se expresan» 33.
En efecto, para Binding la norma penal contiene sólo implícitamente una prohibición, pues lo específico de ellas es describir la conducta que, precisamente, el delincuente cumple; es decir, que no «viola» la ley penal, sino que se adecua a ella. Sostiene así que el delito choca contra normas definidas como «prohibiciones o mandatos de acción», pero no contra la ley penal. «Normas» son, por caso, «no robarás», pero no pertenecen a la ley penal: esta sólo dice, por ejemplo, que se aplicará la pena de prisión al que «… se apoderare ilegítimamente…» (art. 164 C.P.).
Así, si se pena el robo, deducimos de la ley penal (o más propiamente, de los «tipos» legales) que existe la prohibición de robar, pero ni la prohibición ni el mandato están en la ley, porque «La ley que el delincuente transgrede, conceptual y siempre también temporalmente, precede a la ley que dispone la clase y modo de juzgamiento» 34. No hace entonces a la esencia de la norma la conminación legal, puesto que conforme con su concepción era un precepto «inmotivado»: la situación es distinta cuando se trata de la ley, pues, según su conocido aforismo, la ley sin pena es una campana sin badajo. Pero las normas, por la circunstancia de estar fuera de la ley penal, no pierden su naturaleza jurídica, pues se trata de mandatos de derecho que no están conminados con amenaza de pena. No hay, así, «normas penales», sino normas jurídicas, y la violación de algunas normas jurídicas se sancionan con pena (Zaffaroni). Binding sostuvo, de este modo, que mientras la norma valora, la ley crea la figura o tipo respectivo. Dicho de otro modo, el Decálogo es un libro de normas: mientras la Norma crea lo antijurídico, la ley crea el delito (Jiménez de Asúa). En consecuencia, ello resultará cuando para especificar el precepto en su total contenido será menester recurrir a otros imperativos y, también, a leyes o dispositivos no penales, pues allí estarán contenidos los mandatos; es decir, para revelar lo que en definitiva el derecho quiere 35. Además, creemos de capital importancia la distinción que venimos tratando, dada la disparidad de criterios que se han utilizado para significar lo que con «Norma» se quiere decir, y la implicancia que ello tiene en las nuevas formulaciones que imperan sobre el sistema penal y la normatividad intrínseca a éste.
Adelantándonos a la opinión en contrario del profesor de Viena -v. infra-, observemos que la circunstancia de existir imperativos derivados de la cultura o de la ética, como condicionantes de la ley penal en el sentido expuesto, no representan problemas meramente teóricos ajenos a la dogmática, cuando se trata de reglas del ordenamiento jurídico general, necesarias para explicar la regulación de ciertos permisos para la ofensa a determinados bienes jurídicos, como sucede, por ejemplo, con las causales de justificación (art. 34 C.P.), cuyos «… fundamentos filosóficos y jurídicos sin embargo -según Alfredo Orgaz-, han sido objeto de un examen confuso, por la diversidad de criterios que se han enunciado» 36. Incluso Franz von Liszt, célebre antagonista de Binding, mantuvo a través de la disquisición entre antijuricidad material y formal, la distinción entre ley y norma. Pero fue Max Ernesto Mayer quien, sobre la concepción bindingiana, elaboró la teoría de las normas de derecho y de las normas de cultura, entendidas no como un concepto metajurídico, pero sí superlegal 37: «Así, la ley no es todo el derecho; no es el derecho a secas, sino que las normas lo constituyen también» 38.
Aun tomando la afirmación con cautela, advertimos los aires de cambio que se iniciaban en la concepción de aquello que será el objeto de valoración del raciocinio judicial, en las operaciones dirigidas a interpretar el derecho aplicable: el problema deja de radicar en su derrotero, en una exclusiva cuestión de «técnica jurídica», como pretendía la escuela italiana así nombrada, representada por Arturo Rocco y Vicenzo Mancini en los comienzos del siglo XX, cuyo desprecio por los contenidos filosóficos y su apego al régimen fascista les restaron aceptación y seriedad.
En consecuencia, el problema comienza a desplazarse -entre otras cuestiones- del purismo normativo hacia un horizonte de mayor amplitud, más por la necesidad de negar el positivismo neutro de valor, y en defensa del derecho penal liberal de la Ilustración, que por la virtud de fundar posturas iusfilosóficas apoyadas en una realidad distinta de la de la ley misma. Se desvirtuaba el sentido de la valorización de la conducta -en sentido amplio, no como mero nexo entre el autor y su acción- cuando se la vinculaba únicamente a la interpretación integral y unitaria de la voluntad del derecho, puesto que la facticidad de las circunstancias informará a nuestro modo de ver, desde la realidad misma, el contenido del mandato, de lo cual resultará la eventual validez integral de la ley penal de que se trate.
1.3. Refutación del positivismo jurídico «auténtico»
Como actitud contraria a la relacionada, es impostergable aludir a la postura de Kelsen, en su famosa refutación a la teoría de Binding, donde le reprocha el haber hecho de una cuestión de palabras toda una teoría, desde que el deber está tanto en la ley como en la norma, dado que tienen un mismo fin, aunque la ley no lo exprese. Lo que se quebranta mediante el acto ilícito es el estado real «de paz», siendo contrario a la norma cuando es opuesto a su fin.
Así, mientras para Binding la norma es la formulación autónoma del fin del derecho, se le cuestiona que los fines de las leyes no están en ellas sino que pertenecen al mundo de la política, de la sociología o de la filosofía. Según Soler 39, «… del fin del derecho no juzga la dogmática, sino la sociología o la política…», recordando -como otros autores sobre el particular- a Suárez: finis legis non cadit sub legem. Es por ello que la aprehensión de lo ilícito como algo dado y anterior a la ley, no podía menos que merecer el rechazo de Kelsen, para quien el hecho antijurídico se reconoce como tal cuando es el presupuesto para la voluntad del Estado, que es quien impone una consecuencia perjudicial al autor, constituida por la sanción penal: ésta está contenida en la norma primaria (que la contiene y ordena imponerla), distinguiéndola de la norma secundaria (la que contiene el deber jurídico), y su validez reside en el supuesto de que la sanción debe ser evitada.
Esto se muestra congruente con la concepción del Estado kelseniano, dentro del cual resulta impensable tanto distinguir entre una norma con función de prevención, coexistiendo con una ley que lo dota de poder de coacción, como concebir una norma sin sanción: su observancia tendría así que ser impuesta por otra autoridad que ya no sería la específica del Estado, la que, para Kelsen, se define sobre la representación de la sanción y la coacción.
«Y si el derecho fuese idéntico con la norma secundaria; si el orden jurídico consistiese tan sólo en aquellas normas cuyo carácter secundario quedó probado al demostrar que no constituían sino representaciones auxiliares destinadas a lograr una más clara descomposición del hecho condicionante, éste, al constituir precisamente la conducta contraria al contenido de la norma, quedaría suficientemente caracterizado como constitutivo de la antijuricidad. Y entonces este hecho, como negación del derecho, caería fuera de las márgenes del sistema y del conocimiento jurídicos; la antijuricidad no sería un concepto jurídico, porque no sería objeto del conocimiento de las normas de derecho y de sus contenidos» 40.
2.4. Como conclusión del apartado, digamos que las disidencias sobre las normas trascienden holgadamente el debate en un marco teórico-jurídico, proyectándose a la realidad práctica, desde que influyen no sólo sobre cuestiones discutibles dentro del sector penal, tales como las relativas a la estructura de la norma penal -y sus consecuencias-, sino también sobre la concepción que se asuma sobre el rol del Estado en el ejercicio del ius puniendi, y muy particularmente en todo lo relativo a las concepciones de la pena, pues, en coincidencia con Feuerbach, la defensa del Estado respecto del delincuente tiene su contracara en el hecho de que el delincuente debe ser, también, defendido frente al Estado.
En este sentido creemos de interés nuestra especulación, toda vez que sólo evolucionaremos en un Estado de derecho, al afirmar una concepción de penalización de las conductas en base a la idea de retribución, pues así orientada, «… preferirá una teoría como la de los imperativos, basada como esta concepción de la pena, en la libre decisión del autor» 41. No se sigue de lo expuesto que la referencia al positivismo (que intitulamos «auténtico» para acentuar la supremacía kelseniana), agote las variables que presenta, y que para muchos son tantas como autores positivistas podamos nombrar. Pero si algo es indiscutible, es que Kelsen se constituyó en todos los ámbitos de la iusfilosofía y del derecho, como el pensador de mayor gravitación desde esa perspectiva, aun cuando sólo tangencialmente influyera en las construcciones específicamente dogmáticas del derecho penal, tales como la tipicidad o la culpabilidad, situación distinta por lo dicho, respecto de la antijuricidad y la normatividad en general, y todo lo referente al problema de la interpretación que alrededor de ella se generara. Asimismo, se le reconoce el aporte 42, como producto que fuera del «neokantismo de Marburgo», de haber liberado al hombre de la limitación kantiana que impedía conocer la «cosa en sí»: para ellos, la «cosa en sí» no se capta, sino que se crea con el pensamiento, de donde es el método el que crea al objeto y no el objeto el que condiciona el método -tal como lo vemos desde el realismo adecuadamente entendido-.
En virtud de ello se ha dicho, y con razón, que «… El extremo idealismo que subyace en esta posición nos puede llevar hasta un legislador penal totalmente alucinado…» 43, apreciación de la que tomamos debida nota, puesto que uno de los tres tipos de interpretación que, desde el punto de vista del sujeto, los autores unánimemente distinguen es, además de la doctrinal y la judicial, la interpretación auténtica o legislativa.
Con lo dicho damos por respondido a aquel título interrogativo (¿Revalorizar de la «teoría de las normas»?, supra, 2.2.), dejando expuesta nuestra concepción del fundamento de la ley penal a interpretar, asumiendo las críticas que la teoría de Binding ha merecido por sus consecuencias en otros órdenes, pero para nosotros vigente en el contexto que le otorgamos; esto es, la norma entendida como presupuesto natural de la ley penal.
2. La ilustración como punto de partida
En la actualidad, encontramos en el pensamiento continental europeo y entre algunos de nuestros autores nacionales, avances en diversas direcciones, superadores de los problemas tradicionales que ocupaban a la dogmática hasta la segunda mitad del siglo veinte, entre los que se destaca -como una saludable actitud- la aceptación pacífica de que el abordaje del ámbito de la normatividad punitiva y los complejos problemas que presenta, resultan impensables sin un adecuado acercamiento a los grandes sistemas filosóficos y a sus proyecciones actuales.
Estas son más visibles en el derecho penal que en el derecho civil, pues, además de lo dicho al respecto, a éste le ha resultado más sencilla la convivencia con las implicancias ideológicas derivadas de la tradición liberal de nuestro derecho. Por el contrario, el derecho penal se ha visto sujeto a fuertes mutaciones normativas que no se explican por sí mismas (es decir, por la voluntad accidental del legislador), sino por el movimiento de las estructuras políticas en su devenir histórico
y social.
a. Un ejemplo cercano tomado de nuestro acontecer legislativo, lo constituye la dispar gestación de nuestros principales códigos de fondo a partir de 1853. La labor de Vélez Sársfield, aún influida por fuertes polémicas filosóficas europeas, discusiones ideológicas autóctonas y en medio de la tumultuosa vida política de entonces, concluyó en sólo tres lustros en una obra monumental de vigencia incuestionada.
No dejó, según se ha notado recientemente, ninguna situación de hecho sin solución jurídica; y para las no resueltas, señaló un orden excepcional: Los principios de leyes análogas y los principios generales del derecho, dejando como resultado de su cosmovisión una estructura lógica cuya proyección en el tiempo «… pareciera no tener límites, a favor o a pesar de las reformas» 44. Totalmente distinto -y desafortunado- fue el itinerario de nuestra legislación penal, desde el encargo originario de Mitre a Tejedor en 1863 hasta la sanción del vapuleado proyecto del diputado Moreno de 1921, período de reiterados desaciertos e inconsecuencias en los intentos legisferantes que no cesaron con el código vigente desde 1922; se patentizaron y patentizan en las sucesivas reformas y la escasa suerte que se avizora en el futuro inmediato 45, desde que se incurriría, al igual que en innumerables ocasiones con la Parte Especial, en una apresurada metamorfosis de la Parte General del Código Penal argentino. Como una constante entre nosotros, subsiste un cierto platonismo en las aspiraciones intelectuales y políticas que hacen estériles los esfuerzos reformistas, en parte por la falta de realismo, y también por la manifiesta «impotencia para legislar» 46.
b. Pero dentro del desarrollo teórico y científico del derecho penal y las ciencias penales en general, los sistemas filosóficos y sus proyecciones se vieron también comprometidos con los graves interrogantes que se plantearon en el Estado social contemporáneo, fortaleciéndose en medio del debate de superación del «positivismo jurídico formalista», obsesionado por estudiar la estructura del derecho. Se incluyen ahora las discusiones generadas por la crisis del derecho punitivo, y ya no girando exclusivamente sobre teorizaciones normativas, pues, según vemos, el proceso a que aludimos tiene particular incidencia en cuestiones tales como la legitimación y justificación del reproche penal, abordadas desde bases discursivas de mayor complejidad y alcance.
Según Vigo, el nuevo derrotero comienza con las indagaciones de Bobbio y su llamado de atención sobre la nuevas técnicas de control social, centradas no ya en el desalentamiento de ciertas conductas sino en su alentamiento, con lo cual se ponen en crisis las teorías tradicionales del derecho que consideran únicamente la función protectora del derecho mediante su función represiva, y se abre, en consecuencia, «… la alternativa de estudiar esa nueva función promocional que se le asigna al derecho en los tiempos que corren» 47.Es así que a comienzos de los setenta las indagaciones bobbianas apuntaban a distinguir entre el enfoque estructuralista -hasta entonces prevaleciente-, y el enfoque funcionalista, respondiendo el primero al interrogante «de qué se compone el derecho» con prescindencia de cualquier otra preocupación teleológica, y el segundo a la pregunta «para qué sirve el derecho» 48, distinción que nos resulta atractiva pues, en nuestro tiempo, no será posible un entendimiento claro de los problemas sin intentar responder los interrogantes intrínsecos en la segunda interrogación, pues superado el enfoque formalista, ya no podrán en adelante responderse prescindiendo del saber político y moral.
3.1. Asimismo, es preciso destacar que hoy ya no se especula solamente dentro de la ciencia del derecho penal sobre las corrientes y concepciones relativas al delito y a la pena como entes aislados, o como objetos propios y diferenciadores de un campo del derecho que rara vez necesita de los restantes, sino que se razona y se estudia a través de otros vectores, tales como la evolución lógica de las ideas; el rechazo de las nociones negativas del hombre (v.gr., derecho penal de autor o de peligrosidad) y sobre las estructuras racionales dentro de las cuales se consideran las cuestiones relativas al disvalor que encierran conductas reprochables.
El nuevo escenario de discusión se completa con la incorporación irreversible en las indagaciones, de elementos ya no meramente instrumentales, relativos tanto a la incumbencia de la lógica en el razonamiento judicial, como a los nuevos aportes provenientes de otros campos de las ciencias y la filosofía, tales como la sociología jurídica, la ética y de la epistemología social. Nadie sostendría hoy seriamente las fórmulas apodícticas de otrora, con la misma soberbia «ilustrada» del iluminismo. Es elocuente de ella la tajante convicción de Beccaría: «Tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales puede residir en los jueces criminales por la misma razón que no son legisladores (…) En todo ello debe hacerse por el juez un silogismo perfecto. Pondráse como mayor la ley general; por menor la acción, conforme o no con la ley, de que se inferirá por consecuencia la libertad o la pena. Cuando el juez por fuerza o voluntad quiere hacer más de un silogismo, se abre la puerta a la incertidumbre» 49. Digamos en su favor -y en el del propio Montesquieu, otro célebre negador de la interpretación judicial 50-, que la impronta contractualista (garante de los «derechos naturales» del hombre); la necesidad de impedir la aplicación de la ley penal por analogía tanto como la exigencia de la ley previa, como así también el imperativo de limitar los excesos y arbitrariedades judiciales de la época, hacen entendible la convicción del noble milanés, razón que impide tener su posición como una mera referencia histórica, y menos aún comprender la importancia del punto de partida humanista que representó 51, y que encontraría su anclaje más profundo (y sin códigos, acorde al afán de elaborar una teoría pura) en el Programa de Francisco Carrara.
Sucede que Beccaría consideraba que la labor del juez al identificar al delito con relación a una conducta, debía expresar un silogismo perfecto sin consulta alguna al llamado «espíritu de la ley», siempre peligroso y cambiante -tanto como podían serlo los estados de ánimo del juzgador-, razón por la cual la garantía residía en la ley y la desconfianza en el juez, subordinado al príncipe en el Estado absolutista. Diríase que en estos tiempos el resquemor les incumbe a ambos, bajo la apariencia de conflictos que enfrenta el ciudadano, como se verá mas adelante.
3.2. Pero fue Paul J.A. Feuerbach, considerado fundador de la ciencia moderna del derechopenal, quien introdujo la exigencia -contraria a la ilustración- de interpretar la ley en forma científica, concediendo a los jueces esa libertad, entendiendo por ello el trabajo con conceptos y no con casuística, mediante el empleo de una técnica legislativa que garantizase la sujeción del juez a la ley (nullum crimen sine lege). Su «método dogmático» abandonó así el antiguo método exegético, es decir, el estudio de los institutos en forma aislada y sin principios rectores, para ocuparse del derecho penal vigente en un país, interpretado y expuesto conforme con sus propias características 52. Pero lo que interesa destacar de Feuerbach (además de su polémica con Savigny acerca de la codificación, y su declarada posición anti-hobessiana), es que sobre su preocupación antropológica y el punto de unión que buscaba entre la filosofía y el derecho positivo, «… planteó el problema que aún reclama solución y que el positivismo jurídico quiso ignorar pretenciosamente: el hombre frente al derecho» 53.
Es sabido de qué se trató el complejo proceso del iluminismo y la ilustración, ya sea por el enciclopedismo francés o el germano (Aufklärung), y su irrepetible influjo sobre Occidente, dicho ello sin desconocer que para algunos 54 la represión penal de la Ilustración no perseguía fines humanitarios sino utilitaristas, que llevasen, mediante el control social, a una sofisticación del castigo y no quedase ninguna conducta sin regular, apreciación que no parece descabellada, de
recordar que el influjo benthamiano no se proyectó desde el mundo anglosajón sólo sobre América. Se estaba entonces en momentos de profundas transformaciones culturales, políticas y sociales; esto es, en una transición durante la cual no faltó el aporte racionalista de intentar construcciones de una absolutez infinita (particularmente después de Hegel), cuando no el reduccionismo del método científico al análisis obsesivo de la letra de la ley, propio del enciclopedismo codificador y de la antigua exégesis francesa, hasta la absolutización sociológica de la realidad propia del positivismo originario.
De todas maneras, y sin desconocer dicho influjo, éste ocupa con detenimiento a historiadores y politólogos. Digamos que, desde nuestra perspectiva, no se desmerece con el transcurso del tiempo el predicamento de un Montesquieu, por ejemplo, al advertir, como bien se ha señalado, que en materia de interpretación de la ley el juez nunca ha correspondido a ese mecanismo de pura subsunción; es decir, que no ha respondido a «… esa idea rayana en un desempeño nulo; incluso en el más crudo positivismo el juez ha cumplido un papel importante» 55.
Por Luis Roberto Rueda
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